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Las mujeres jóvenes marcan el paso del feminismo: “Ahora identifican la violencia desde su libertad sexual” | Sociedad

“Su forma de tener sexo te marca y no lo olvidas jamás. Es una forma de ejercer poder, no es sexo. Como si se estuviera masturbando con tu cuerpo. Te pide hacer prácticas humillantes y cuando te niegas, te monta números”. Hace unos años, muchos no hubieran visto machismo y cosificación en este relato de una mujer publicado en Instagram este martes en la cuenta de la periodista y escritora Cristina Fallarás. Otros quizá no entenderían como agresión sexual esta otra, presentada a la policía este jueves también contra Iñigo Errejón, el exdiputado de Sumar. “La agarró fuertemente del brazo y la llevó por la fuerza (…) hasta introducirla en el interior de una habitación de la casa”. Una vez dentro, “cerró con pestillo la puerta (…) comenzando a besar y a tocar a la dicente por distintas partes del cuerpo, sobre todo la zona de los pechos y de los glúteos […] sin el consentimiento de la declarante”.

La declarante es la actriz Elisa Mouliaá y, como ella, cada vez más mujeres, sobre todo las jóvenes, son capaces de identificar que lo ocurrido no es una mala noche con un tipo raro y que no es normal tener miedo en una relación sexual. Que no hace falta que el agresor parezca un monstruo, sino que puede ser cualquier hombre que conozcan, también un hombre joven, con buena posición social, discurso progresista y pretendido feminismo. Pase lo que pase con el caso Errejón, reaccionen como reaccionen los y las políticas, las herramientas del feminismo para reconocer y denunciar estas violencias están en la calle. El genio está fuera de la lámpara y ya no va a volver a entrar.

En España esta ruptura empezó con el caso de La Manada, pero no solo. La globalización a través de las redes sociales, las historias individuales compartidas por mujeres de todo el mundo frente a la violencia sexual han provocado un cambio sobre todo en los países occidentales que habla de una brecha que atraviesa el silencio, agrandándose, y que rebasa las estructuras tradicionales de poder, los partidos políticos y las organizaciones: La Manada, la violación perpetrada por Dani Alves, las denuncias contra el cineasta Carlos Vermut y el dramaturgo Ramón Paso, la reivindicación de Nevenka 24 años después; y cómo pudo percibirse el verano pasado, que tampoco hubiese sido así percibido antes, el caso Rubiales. Eso solo en España. Al otro lado del Atlántico, las mareas de mujeres latinoamericanas y las estadounidenses con el Me Too.

“Toda esta conciencia de romper el silencio como forma de impunidad surge a partir del Me Too”, explica la profesora de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Barcelona Lorena Garrido, en referencia a la oleada de denuncias en EE UU de violencia sexual en el cine que empezó en 2015 y se extendió a otros países. “Antes el consentimiento se presuponía, de ahí que antes se hablara de ‘no es no’, había que decir ‘no’ para que se entendiera que no había consentimiento, la culpabilidad y la vergüenza han sostenido el silencio. Pero eso está cambiando. Ahora las mujeres identifican la violencia desde su libertad sexual”.

Las nuevas generaciones cada vez normalizan menos la violencia, saben que el consentimiento debe guiar el sexo y, aunque queda mucho por hacer para combatirlo, es un proceso que ya ha calado. Otra cosa es que no sepan cómo gestionar esas agresiones, que traten de seguir con sus vidas, que no hallen un lugar donde expresarse o se encuentren con juicios públicos e incomprensión. Pero no van a permanecer amordazadas. “Hay mucha resistencia a creer a las mujeres aunque no acudan al sistema judicial, que muchas veces ha ido por detrás de los cambios sociales y del feminismo”, añade Garrido, miembro del grupo de investigación feminista Antígona. “Algunos casos no llegan a un juzgado pero eso no significa que no existan, la reparación para algunas víctimas puede consistir en ayuda para superar lo sucedido”, añade.

Feminismo y política, vasos comunicantes

Todos estos cambios, en los últimos años, han estado también relacionados con la política. Feminismo y política son vasos comunicantes que pueden empujarse y frenarse. Y pueden también chocar, y lo están haciendo. Hace unos meses, un análisis en The Economist de encuestas de 20 países occidentales reveló que, entre los 18 y la treintena, mujeres y hombres se están polarizando cada vez más en su posición política. Ellas, a la izquierda; ellos, cada vez más a la derecha. Son de hecho las mujeres —y el colectivo LGTBIQ+— las que, en los últimos años, han supuesto la principal contención de la extrema derecha, es decir, de los valores tradicionales que el feminismo lleva décadas combatiendo: los roles de género, los estereotipos patriarcales, la falta de libertad sexual que no solo tiene que ver con el sexo y la reproducción sino que es, de fondo, la capacidad para decidir sobre los propios proyectos de vida, sobre cómo se quiere vivir, qué se desea hacer.

En esa polarización política está enraizada la percepción sobre el feminismo. La encuesta de 40dB, para EL PAÍS y la SER, Radiografía intergeneracional de la desigualdad de género, concluyó el pasado marzo que los extremos se alejan cada vez más. La distancia entre mujeres y hombres en cuanto al feminismo se agranda, y no solo tiene que ver con el sexo y el género sino también con una cuestión generacional. Cuanto más jóvenes son ellos, más alejados de la igualdad. Entre los que tienen 59 o más años, el 46,8% de ellos y el 55,3% de ellas se consideraban muy o bastante feministas. En la generación Z (de los 18 a los 26), esa horquilla se abrió: solo el 35,1% de los jóvenes entre los 18 y los 26 se consideraba feminista, mientras que en ellas ese porcentaje ascendía al 66%.

Para las más jóvenes, el feminismo ha supuesto una forma nueva de entender que lo que les sucede a ellas, a cada una de ellas, no es una cuestión individual sino una violencia estructural, contra todas. Eso, uno de los logros del movimiento, empieza a percibirlos también la judicatura. La magistrada de la Audiencia Provincial de Álava Ana Jesús Zulueta señala que en los últimos años han aumentado las denuncias por agresión sexual y cree que uno de los cambios fundamentales es que ahora se producen cada vez más dentro de la pareja. “Ahora las mujeres son mucho más conscientes de que dentro de una relación sexual consentida en un momento determinado se puede exceder lo consentido”, explica.

La diferencia con generaciones anteriores, indica Zulueta, es que tienen menos miedo a no ser creídas. “Antes, la sexualidad formaba parte del decoro, estaba mal visto, era algo íntimo y no se hablaba de ello en ningún foro… ahora hay un mayor acceso a información sobre prácticas sexuales, las mujeres saben que pueden revocar su consentimiento y eso es clave”, añade la jueza. Esa seguridad a la hora de dar el paso y presentar la denuncia ha aumentado, indica la magistrada, porque tienen a su disposición mayores servicios de acompañamiento psicológico y saben que solo con su declaración pueden conseguir una sentencia condenatoria. “Hace 15 años un toque de culo podía constituir un delito leve de vejaciones; hoy es una agresión sexual”, incide.

Zulueta pone un ejemplo reciente que vio en sala: una chica de 16 años denunció a un chico de su misma edad por tirarla a la piscina y luego sumergirse con ella, hacerle tocamientos y subirle la parte superior del bikini. Él ha sido condenado por agresión sexual. “Hace 30 años era una gamberrada habitual sin más, ahora ese tipo de condenas tienen un impacto, bajarle el sujetador a una mujer ya no es una broma”, explica.

Varias de las expertas consultadas que trabajan con adolescentes en talleres sobre sexualidad en el aula confirman que las chicas ahora tienen más claras las líneas rojas que no quieren rebasar. Los talleres de prevención van calando, considera la doctora en Psicología Irache Urbiola, que los imparte junto a la asociación Konexio-Onaque. Cree que gracias a esas actividades extracurriculares las relaciones son cada vez más igualitarias y no se construyen desde la superioridad de una de las partes. “Aprenden a detectar que hay conductas que hacen daño al otro y el hecho de que estén normalizadas no quiere decir que estén bien”, cuenta Urbiola, que imparte talleres en institutos de Navarra y critica que la actual ley educativa (Lomloe) todavía no contiene una materia específica de educación afectivo-sexual, la coeducación aparece como una competencia transversal en el currículum.

Desde el plano clínico, Raquel Tulleuda, ginecóloga experta en sexualidad y responsable de la unidad de atención a la sexualidad del hospital Universitario Mútua de Terrassa, confirma que las jóvenes saben identificar más que antes actitudes intimidatorias y prácticas no consentidas, pero ha detectado que todavía existe una tendencia a aceptar determinadas prácticas para complacer al otro y no motivadas por su propio deseo. Un punto que también ha percibido la psicóloga y presidenta de la Asociación de Mujeres Jóvenes de la Región de Murcia, Loola Pérez, que señala que algunas chicas pueden seguir un tipo de juego sexual para no ofender y ante una situación incómoda que no les está gustando les cuesta mucho poner el límite, no tanto por miedo a ser agredidas como por miedo a desagradar.

Esos miedos y esas percepciones cambian a veces, precisamente, cuando se comparten con otras. Cuando una mujer escucha de otra algo que también le ha pasado a ella hay una identificación de la violencia que muchas veces a las víctimas les cuesta asumir como propia. De eso habla la periodista y escritora Lucía Lijtmaer cuando lo hace sobre la importancia “del archivo de lo personal” que le enseñó la también periodista y escritora Cristina Fallarás: “Todo lo que tiene que ver con la violencia cotidiana, familiar, sexual, de pareja, funciona por acumulación. Cada testimonio es importante, pero la atrocidad de la violencia se ve a través de la acumulación de los testimonios”.

Esa acumulación, empujada y organizada en este caso por Fallarás, empezó hace años con el Cuéntalo y se ha extendido hasta ahora, hasta el archivo de historias en el que ella ha convertido su perfil de Instagram. “Presta su espacio y su popularidad, su perfil de redes para cederlo a otras personas para que puedan contar su testimonio. Convirtiendo en un espacio seguro ese espacio [las redes] que no siempre lo son, a través del anonimato. Eso es lo que da la posibilidad de que muchas mujeres relaten”, apunta Lijtmaer.

Y dice que no es solo cuestión de lo que ha ocurrido en las últimas horas con el ya exdiputado, sino que ha sido “en los últimos años cuando ha quedado en evidencia” más que nunca “que no son las instituciones los primeros lugares a los que las mujeres acuden”, que “la historia de las mujeres pasa por contar en círculos de confianza lo que nos pasa, el dolor, la familia, el amor o la violencia” y que es “la creación de vínculos lo que te sostiene”. Vínculos que “en muchos casos son intergeneracionales y funcionan como lugares de cuidado, núcleos de apoyo, lo que en feminismo se llama espacios seguros”. Espacios virtuales o materiales, con conocidas o desconocidas, que las mujeres crean para respaldar a otras mujeres: “Para sujetarse”. Para resistir, y para caminar hacia delante.

El teléfono 016 atiende a las víctimas de violencia machista, a sus familias y a su entorno las 24 horas del día, todos los días del año, en 53 idiomas diferentes. El número no queda registrado en la factura telefónica, pero hay que borrar la llamada del dispositivo. También se puede contactar a través del correo electrónico 016-online@igualdad.gob.es y por WhatsApp en el número 600 000 016. Los menores pueden dirigirse al teléfono de la Fundación ANAR 900 20 20 10. Si es una situación de emergencia, se puede llamar al 112 o a los teléfonos de la Policía Nacional (091) y de la Guardia Civil (062). Y en caso de no poder llamar, se puede recurrir a la aplicación ALERTCOPS, desde la que se envía una señal de alerta a la Policía con geolocalización.

Fuente EL PAIS

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