La FIFA todavía no se fijaba en ellas, pero ya estaban ahí. Dominaban el balón con una destreza que solo una mujer con la fuerza de su juventud y con el empuje de la adversidad puede tener. O atajaban en la portería saltando sobre la altura de sus contrincantes europeas, con el estremecimiento en el cuerpo que les inyectaban las 110.000 almas que abarrotaron el Estadio Azteca para verlas jugar. Era 1971, en una de las ciudades más grandes del mundo, en su recinto futbolero más emblemático. Se jugaba la final del segundo Mundial Femenino de la historia, y ellas, las jugadoras mexicanas, estaban ahí. Pese a que el encuentro mundialista no fue —ni es— reconocido oficialmente por el máximo organismo del balompié, la historia que escribieron marcó un antes y un después en su país.
Pocos lo recuerdan y otro puñado sabe que sucedió. Una selección joven de jugadoras mexicanas disputó los mundiales femeninos de Italia, en 1970, y de México, en 1971. En el primer torneo alcanzaron el tercer puesto; en el segundo quedaron subcampeonas ante la selección de Dinamarca con un marcador de 3-0 en un Estadio Azteca que, el día de la final, el 5 de septiembre, rompió su récord de asistencia para ver un juego disputado únicamente por mujeres. El Estadio Jalisco, en Guadalajara, fue la otra sede de aquel mundial. No eran años fáciles para nadie: aún se escuchaba el eco de la matanza estudiantil de 1968 en Tlatelolco, y todavía más cercano el llamado Halconazo, esa otra masacre a estudiantes perpetrada por paramilitares llamados halcones. El Gobierno mexicano hacía de todo por lavarse la cara y las manos, y dedicaba esfuerzos descomunales por mostrar al mundo que era un país que se estrenaba en la modernidad y en el desarrollo.
El país también había sido la sede de los Juegos Olímpicos de 1968 —en medio del escándalo silenciado porque no fueron cancelados pese a la tragedia estudiantil— y después, en junio de 1970, albergó el Mundial de Fútbol de la FIFA, en el que el mundo entero se emocionó al ver a jugadores como Pelé, coronado entonces como la máxima figura del balompié mundial.
La ebullición por el deporte se expandía. Los mexicanos estaban atentos y entusiasmados con que su país fuera el epicentro de competencias internacionales tan importantes como simbólicas. Ese empuje sirvió de combustible para que la Federación Internacional y Europea de Fútbol Femenino, un organismo privado, al margen y ajeno a la FIFA —que no reconocía al deporte femenino como una actividad profesional— acordara reunir, en 1970 y 1971, los dos primeros encuentros internacionales entre selecciones femeninas de fútbol.
Las pioneras olvidadas del fútbol mexicano
A Alicia Vargas la prensa italiana la bautizó como La Pelé. Un reportero que había presenciado los partidos de la selección mexicana en el setenta se refirió a ella de esa forma en uno de sus artículos, tras admirar la técnica, la velocidad y la capacidad de meter goles de la mexicana. Alicia Vargas, La Pelé, fue la máxima goleadora en ese primer encuentro mundialista, con cinco tantos, y es actualmente reconocida como la tercera mejor futbolista del siglo XX de la Confederación de Norteamérica, Centroamérica y el Caribe de Fútbol (CONCACAF).
Nació en Ciudad Manuel Doblado, en el Estado de Guanajuato, y participó en ambos mundiales femeninos cuando tenía 16 y 17 años, ya que ella y su familia se habían trasladado a Ciudad de México. “Cuando llegamos a Italia y vimos la constitución física de las contrarias, nos asustamos, pero también dijimos: ‘No importa, no las vamos a cargar, vamos a jugar”, recuerda en entrevista con este periódico. También se acuerda de cómo sin apoyo ni recursos se estrenaron en Europa portando una bandera improvisada que un sacerdote les ayudó a crear recortando un escudo azteca y pegándolo a una bandera italiana, para que pudieran salir al campo y entonar su himno nacional. “Todas comulgábamos con la misma ideología de hacer todo lo que estuviera de nuestra parte, ponerlo todo”, recuerda.
A diferencia de Vargas, que jugaba desde pequeña con sus hermanos, Elvira Aracén no tenía idea de que terminaría en un equipo de fútbol femenino. Era atleta, corría y saltaba, practicaba varias disciplinas. Nació en Chontla, en el Estado de Veracruz. Ya tenía formación en educación y acondicionamiento físico, y pensaba que el fútbol era solo para hombres. Se desempeñó como centro delantera y fue goleadora durante su preparación previa al Mundial de 1970. Se integró inicialmente como preparadora física, fue también arquera y luchó por la titularidad para el equipo que iría a Italia: “Yo pensé entonces: si ya estás aquí, tienes que ser buena”, cuenta.
Aracén jugó solo unos minutos en ese primer Mundial, pero al volver, se propuso ganar un lugar en la nueva selección que disputaría el siguiente torneo, ahora en casa. El camino estuvo repleto de retos. “Mi familia siempre me apoyó, pero hubo críticas muy fuertes. Lo que más recuerdo que nos gritaban, y que yo consideraba como lo más agresivo, que era “prófugas del metate”; nos decían que nos fuéramos a la cocina, a lavar los platos, nos decían que dejáramos ese espacio”, recuerda. “Yo en verdad creo que si no hubiéramos sido jóvenes y rebeldes, no lo hubiéramos aguantado”.
Lourdes de la Rosa era una admiradora apasionada de aquella selección femenina que vio jugar en la televisión en los setenta. Vivía en una vecindad con muchos niños y niñas en Ciudad de México, y desde muy pequeña dominaba el balón de forma magistral con ambos pies. A los 15 años empezó a jugar en equipos femeninos, el fútbol fue desde siempre su pasión más grande. Recuerda que mientras veía en la televisión los Juegos Olímpicos de 1968, le dijo a su mamá que ella sería importante para el deporte de su país, como quienes aparecían en la pantalla. Su padre era su fan más grande, y su mamá se negaba a que ella quisiera jugar un deporte que no consideraba apto para mujeres.
Cuando se enteró de que la selección femenina regresaba de una gira por Sudamérica para probar a más jugadoras que se integrarían al Mundial del 71, se lanzó sin pensarlo. De una selección que congregó a unas 300 mujeres, terminaron apenas una decena, de la que resultó seleccionada para pasar a las últimas pruebas. De la Rosa todavía recuerda aquella semana previa, de tomar transporte público, metro y micro, y llegar al lugar de las concentraciones. No olvida cómo el último día de pruebas, un domingo por la noche, regresaba a casa tarde. Tomó un microbús y dentro, en la radio, comenzaron a escucharse los nombres de las jugadoras seleccionadas para el nuevo equipo que jugaría en cuestión de días el mundial.
Lulú de la Rosa, como la llaman sus amigas y familiares, revive ese trayecto con cariño: “En el momento en que yo me subo al pesero, el chofer tenía la radio dando los nombres de las elegidas y comenzó a decir: ‘Ahora hasta las viejas van a estar en una selección, en un mundial, ¿quién las va a ir a ver?”. Una mujer que iba a su lado le respondió y comenzaron a discutir. Lulú comentó emocionada que en la lista que acababan de escuchar estaba su nombre. Todas las personas que viajan en el mismo transporte rumbo a Iztapalapa la felicitaron. Cuando finalmente llegó a casa, el chofer no le cobró y a la distancia le deseó suerte con una mirada conciliadora.
Pasaron décadas para que las jugadoras mexicanas que disputaron ambos encuentros tuvieran un reconocimiento más allá del que recibieron de parte de la afición durante los partidos y del cariño y el abrazo de sus familiares y amigos que las acompañaron durante su camino. Antonio Moreno, director del Salón de la Fama del Fútbol Internacional, ubicado en el Estado de Hidalgo, cuenta que las dos primeras generaciones elegidas para ingresar en la institución ―inaugurada en 2011― estaban únicamente integradas por hombres.
Existe un comité integrado por mujeres y hombres de Ciudad de México y del interior del país que vota y premia a quienes resultan idóneos, según sus criterios. Hasta 2013 fueron las mujeres de la comisión quienes propusieron empezar a poner nombres femeninos en el listado. “Para 2013 se eligió a una mujer: la primera que entró fue la norteamericana Mia Ham por mayoría de votos. El segundo año se decidió que intentáramos que entrara alguien de México. Curiosamente no entró una mujer. Como ganador del sector femenino fue elegido Leonardo Cuéllar, que era el impulsor y pionero y el único que se preocupaba por que México tuviera selección femenina”, cuenta.
Después de varios años consecutivos fueron elegidas mujeres de distintos países hasta 2018, cuando el Salón de la Fama decidió que, en adelante, premiarían a una mujer del fútbol internacional, pero también a una mexicana. Ahí entró, por primera vez en un reconocimiento público, María Eugenia La peque Rubio, una de las seleccionadas para aquel mundial de 1970 que representó a México en Italia. Y no fue, sino hasta 2019 cuando la brasileña Sisleide Lima do Amor, conocida como Sissi, entró a la terna junto con Alicia La Pelé Vargas. Fue de los primeros y muy pocos reconocimientos oficiales que se les dio a jugadoras de las selecciones prácticamente olvidadas en México. Solo hasta 2017 el país tuvo una liga femenina.
La derrota ante Dinamarca: un rumor destructivo y una pausa de casi 50 años
Una semana antes del partido de la final en el Estadio Azteca, ante la selección de Dinamarca, en los medios de comunicación comenzó a difundirse el rumor de que las jugadoras mexicanas pedían dos millones de pesos (casi 120.000 dólares) —en parte como protesta por la falta de apoyo, para salir a jugar la final—. Ninguna de las jugadoras se enteró de quiénes fueron los responsables de expandir el eco de aquella falsa protesta, pero lo que ocurrió a partir de entonces influyó en el ánimo del equipo.
Durante varias noches previas al partido final, en el hotel donde se alojaban, recibieron llamadas de personas apoyándolas o reclamándoles; también de los medios de comunicación que buscaba aclarar, desmentir o confirmar lo que ya se sabía. “La prensa lo decía y la misma prensa se nos fue encima. Nos dijeron que cómo pedíamos eso, si éramos amateurs. Y yo decía: si somos amateurs, que regresen las entradas. Entonces, ¿por qué cobran? Las del espectáculo somos nosotras, las que jugamos somos nosotras, las que representamos a México somos nosotras. ¡Que regresen las entradas!”, recuerda Alicia Vargas, todavía sin saber cómo algo así pudo sucederles a solo unas horas de disputar la final en el Azteca.
Disputaron un partido complicado, “hicimos todo lo que no debíamos hacer”, reflexionan a la distancia de varias décadas de ese encuentro en el que perdieron a 3 goles. Sin embargo, el público, aseguran, nunca las abandonó. En otros escenarios la gente se hubiera marchado poco a poco del estadio, pero la afición mexicana se quedó hasta el final, cuando las danesas altas y rubias se convirtieron en campeonas por segunda ocasión. Las mexicanas, a pesar de la derrota física y moral, siempre tuvieron claro que habían llegado tan lejos como nunca antes lo había logrado ninguna selección de mujeres en el país. Estaban seguras de que aquello solo podría significar el inicio de una nueva forma de victoria para el fútbol femenino nacional.
En 2022, el Senado de México otorgó un reconocimiento a las mujeres que integraron las selecciones que disputaron los dos mundiales. Elvira Aracén dijo entonces: “Agradecemos que después de más de 50 años, el Senado de la República nos haga este reconocimiento, porque transitamos con dignidad, coraje y buena voluntad en un deporte que se consideraba solo para varones”. Y no solo fue un transitar por un deporte que las excluía de tantas formas posibles. En la memoria de mujeres extraordinarias como Alicia Vargas, Elvira Aracén o Lulú de la Rosa, todavía quedan los recuerdos de esas ganas que tenían de jugar al fútbol más allá de las carencias y la falta de apoyo. Eran jóvenes y tenían todo por delante y poco que perder. Y así fue.
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