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Memoria histórica: Niños como escudos | Opinión

2 de noviembre de 1939. Posguerra. Las autoridades franquistas han puesto un alambre de espino en un terreno que fue de labor para impedir el paso. Unas mujeres de luto pisan el alambre y logran acceder con sus hijos y nietos. La Guardia Civil no tarda en presentarse. Les dice: “Ustedes no pueden estar ahí”. A lo que una de ellas les responde: “¿Cómo que no, si ya estamos aquí?”. El tono de la conversación va subiendo hasta que los allí congregados deciden que lo más conveniente, máxime en aquellos años, es regresar a sus casas. Ese día se deposita la primera semilla del actual Cementerio Civil y Memorial La Barranca.

Villamediana de Iregua fue, durante la Guerra Civil, el pueblo riojano más victimizado por el bando franquista: mataron al 4% de su población. Muchas de estas víctimas yacen, junto con las de varios pueblos más, en La Barranca, un campo de labor perteneciente al municipio de Lardero en el que se excavaron tres fosas comunes, tres largas cicatrices abiertas en la tierra para albergar los restos de unos 400 asesinados (casi todos riojanos), como tantas veces ocurrió entonces, sin mediar juicio alguno. Este espacio, gracias a la tenacidad de los Familiares y Amigos de La Barranca, se convirtió en cementerio civil en 1979 y, más recientemente, en Memorial e incluso en Bien de Interés Cultural.

Las viudas de los pueblos de La Rioja, muy particularmente las de Villamediana, comenzaron a acudir al lugar cada 2 de noviembre (con el paso de los años la fecha de la visita se adelantaría al día 1), y lo hicieron a pesar de las prohibiciones, con el propósito de adecentar el lugar, depositar flores y rendir un silencioso homenaje a sus seres queridos. La principal preocupación de los días previos era el caudal del Iregua, pues desde Villamediana debían cruzar este río para llegar a la Barranca, para lo que, quienes disponían de animales de labranza, usaban mulas o caballos. En todo caso, para que pudiera atravesarse a pie, los familiares colocaban piedras en el río y, al llegar al emplazamiento de la fosa (más tarde se sabría que eran tres), la adecentaban poniendo canteros de tierra a ambos lados. También es posible que los familiares, y muy particularmente las mujeres, anduvieran alrededor de la misma para que no se ocultara su emplazamiento, pisando las hierbas que año tras año crecían en un terreno que había sido de cultivo y que no volvió a sembrarse jamás. El historiador Carlos Gil, en el libro La Barranca. De fosas a memorial, se ha referido también a ellas como las “mujeres que caminan”.

La determinación de las “mujeres de negro” —como empezaron a ser conocidas porque se conjuraron para no abandonar el luto en ningún momento, poniendo así de manifiesto los crímenes cometidos— ha sido documentada por sus descendientes y por Jesús Vicente Aguirre. A Pedro Navarro Bretón, que empezó a ir a La Barranca siendo muy niño, su abuela le contó que cuando ella acudió por primera vez, junto con otros familiares, solo habían transcurrido siete meses después de que finalizara la Guerra Civil. El alambre de espino que ya se ha mencionado no dejó de ponerse hasta mediados de los años cincuenta, pero nunca fue un impedimento para que se celebraran las visitas anuales.

Las mujeres solían acudir con sus hijos pequeños o sus nietos. Pedro, que considera que todas ellas eran sus “abuelas”, nos comenta que los llevaban como “escudos” para protegerse del acoso de las fuerzas del orden, pero también era probable que quisieran iniciarles en un complejo y clandestino rito de duelo que, para mantenerse, debía transmitirse intergeneracionalmente. Los que acudieron siendo niños recuerdan que, aunque era un día de duelo, ellos podían corretear por el campo, teniendo cuidado de no caer por el barranco cercano; también nos cuentan que sus madres y abuelas llevaban siempre un poco de comida que compartían con los demás. Al ser la distancia larga, y como solo podían acudir una vez al año, pasaban allí todo el día.

Este hábito anual permitió que se fueran tejiendo complicidades, no solo entre las “mujeres de negro” de Villamediana, sino también con las de otros pueblos riojanos afectados por la represión franquista. Este fue el germen de una incipiente y por entonces todavía precaria organización que se manifestó, no solo en la peregrinación anual a La Barranca, sino también en reuniones clandestinas celebradas en las casas y bodegas de los familiares de víctimas enterradas allí en distintos pueblos de la provincia.

Ello explica que, nada más morir Franco, los allegados dispusieran de una tupida red de contactos, fraguados en conversaciones quedas durante muchos años que, sin duda, facilitaron la temprana puesta en marcha de las iniciativas y trámites que permitieron, en los albores de la transición, conseguir la cesión del terreno, la autorización para convertirlo en cementerio civil, el permiso para ejecutar obras, la erección de un monolito conmemorativo diseñado por Alejandro Rubio Dalmati (probablemente el más vistoso dedicado a las víctimas del franquismo de aquella época) y la inauguración del cementerio civil el 1 de mayo de 1979, mediante una concentración masiva a la que también acudieron algunas autoridades y en la que se pronunciaron varios discursos. Tanto Pedro como Antonio Sarabia (que tiene a cuatro familiares enterrados en La Barranca), recuerdan con claridad que los familiares habían expresado su deseo de que las reuniones de duelo familiar (que se siguen celebrando cada 1 de noviembre) no coincidieran con actos de contenido político o sindical, los cuales podrían sin duda tener lugar, como sigue ocurriendo, pero en fechas alternativas, como el propio 1 de mayo o el 14 de abril.

La Rioja y Navarra, en los años de la Transición, fueron pioneras, junto con otras regiones (como Extremadura), en la excavación de enterramientos clandestinos y en el traslado de los restos a los cementerios mediante vistosas manifestaciones de duelo, tanto en los pueblos, con los féretros al hombro, como en las iglesias, con el apoyo de un buen número de alcaldes y párrocos. A pesar de ello, los restos de las tres fosas comunes sitas en La Barranca no fueron exhumados; sus familiares nunca lo quisieron y siguen sin quererlo. Otra singularidad de este impresionante cementerio y memorial es la ausencia completa de simbología religiosa. Algunos descendientes de los allí enterrados me han confirmado que la complicidad de la Iglesia Católica española con el franquismo hizo que sus familiares dejaran de ir a misa. También me asegura Antonio que nunca se rezó, al menos en voz alta, en las visitas anuales a La Barranca y que, a fecha de hoy, ningún sacerdote ha celebrado allí misa ni responso alguno. Pedro —que se llama así en honor a su abuelo asesinado— nos cuenta que su bisabuela siempre había donado a la iglesia del pueblo el aceite para las velas. Pero que, desde que asesinaron a su hijo, dejó de hacerlo. La tradición popular española nos lleva a asociar el luto con las creencias religiosas, pero muchas de las “mujeres de negro” se alejaron de la Iglesia e incluso dejaron de llevar consigo símbolos religiosos. Antonio no tiene duda alguna al respecto y añade, igual que Pedro, que los representantes locales de la Iglesia trataron con más dureza a quienes, como ellos, descendían de los fusilados, lo que contribuyó a su distanciamiento.

El Memorial de La Barranca es un lugar digno, austero y generoso. Llama sobremanera la atención su vocación inclusiva, pues hoy en día todo el que quiera puede depositar en el perímetro interior de sus muros las cenizas de sus seres queridos. No son pocas las personas ajenas a la Guerra Civil que ya reposan en el mismo recinto. Como han escrito dos expertos en el memorial, Jesús Vicente Aguirre y Antonio Moral, “La Barranca es de todos”. También se permite la ubicación de placas de recuerdo y homenaje a otras víctimas del franquismo; este año la Asociación de Familiares de Fusilados de Navarra (AFFNA36), una de las más longevas, inauguró la suya.

Valga este breve texto como homenaje a aquellas mujeres (cuya valentía y tenacidad han sido plasmadas en una imponente escultura sita en el memorial), a todos los que, tras convertirlo en un cementerio civil, lo cuidan y mantienen con mimo, y a quienes, a través de sus escritos, ejercen una labor pedagógica fundamental sobre La Barranca y, por lo tanto, sobre la represión franquista y la lucha de los familiares para dignificar la memoria de sus deudos.

Espero también contribuir, modestamente, a contrarrestar la tentación de considerar un fastidio el hecho de iniciar cualquier conversación que tenga por objeto recordar a quienes no pudieron ser recordados públicamente durante décadas, mientras que sus familiares, además, se veían privados de las mismas oportunidades vitales que los demás.

Fuente EL PAIS

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