La pequeña denominación vitivinícola francesa de Pomerol, situada en la orilla derecha del Dordoña, no goza de la solemnidad arquitectónica ni del pedigrí de los châteaux de Médoc, la zona con dominio de cabernet sauvignon que se asoma al estuario de la Gironda al norte de la ciudad de Burdeos y que cuenta con su propia jerarquía de calidad desde 1855. Pese a no tener una clasificación propia, el paisaje más modesto y campesino de Pomerol rivaliza desde mediados del siglo XX con las grandes marcas de Médoc gracias al carácter envolvente y sensual de sus tintos apoyados en la uva merlot. La región es el campo de juego de familias como los Moueix, que controlan, entre otras propiedades, la legendaria Pétrus, o de los Thienpont de origen belga, que se asentaron en la zona en la década de 1920 para labrarse un prestigio alrededor de Vieux Château Certan.
Hace unas semanas, en un restaurante de Madrid y de la mano de la importadora Primeras Marcas, la enóloga española Diana Berrouet García, figura clave de Pomerol, explicaba a un grupo de clientes, sumilleres y comunicadores las particularidades del vino del pino, como se traduciría al español Le Pin, en alusión al árbol que domina la propiedad. Y en especial, la singularidad de la grava arcillosa que alimenta su viñedo en la apacible meseta de Pomerol. Le Pin —un fijo en el ranking de los vinos más caros del mundo— nace de una parcela que Vieux Château Certan rechazó en su momento, pero que Jacques Thienpont, uno de sus accionistas y heredero del negocio de comercio de vino de la familia en Bélgica, adquirió a finales de los años setenta. Aunque posteriormente se añadió algo de viñedo, la producción en torno a 4.000 o 6.000 botellas es muy baja incluso para los estándares de Pomerol. Los inicios fueron muy modestos (el vino envejecía en los bajos de una vivienda bastante antes de que se acuñara el término de vinos de garaje), pero en el momento en que se disparó la demanda de un producto escaso los precios subieron como la espuma.
Es prácticamente imposible conseguir en España una botella por debajo de los 3.000 euros, mientras que añadas bien valoradas como la de 2019 se acercan a los 6.000. A Diana Berrouet García le gusta decir que Le Pin es el viñedo más borgoñón de Burdeos, además de un vino de connoisseur (de conocedor). Su trabajo al frente de Domaines Jacques Thienpont no se limita a Le Pin. El grupo incluye L’If (el tejo), propiedad que Thienpont adquirió en 2010 en la vecina Saint-Émilion, y L’Hêtre (el haya), el proyecto más grande, con 30 hectáreas plantadas en altitud en la más humilde denominación Côtes de Castillon, donde, según ella misma explica, “todo está por hacer”.
La mayor dificultad no radica en dirigir proyectos con distintos ritmos de desarrollo, sino en orquestar la sucesión, que es la razón por la que el propietario creó el holding Domaines Jacques Thienpont. A sus 78 años, Thienpont tiene una gran diferencia de edad con sus dos hijos, de 24 y 25 años, y ha tejido una auténtica red familiar confiando a primos y sobrinos la gestión de la viticultura y la enología en cada una de las bodegas.
A Diana Berrouet García, la primera persona ajena al clan que pone el pie en la casa y la primera mujer que interviene en la toma de decisiones de una familia que se ha regido por un estricto patriarcado durante tres generaciones, se le pide una visión global y transversal, que genere unidad y, sobre todo, transparencia. “Hemos necesitado tiempo. Yo para hacerme a ellos, y ellos para hacerse a mí. Me di tres años, que es lo que llevo ya trabajando, y creo que lo hemos conseguido, aunque no sin dificultad. Es normal, porque son bodegas de gestión muy familiar en las que a veces hay mucho secretismo; Burdeos siempre ha sido muy cerrado, y el objetivo era que se abrieran y que la información fluyera”, explica la enóloga.
¿Cómo llega una española a desempeñar semejante rol en Burdeos? La opción lógica en su caso habría sido continuar con su propio negocio familiar. Su padre, Vicente García, es un personaje muy conocido en el mundo de los espumosos. Originario de Requena (Valencia), trabajó casi 20 años para Segura Viudas en Sant Sadurní d’Anoia (Barcelona) y de vuelta a su tierra impulsó proyectos como Torre de Oria, consiguió que su municipio se integrara en la denominación de origen cava y en los años noventa sentó las bases de su propia bodega, Pago de Tharsys.
La única de tres hermanos nacida en Cataluña, Diana se crio en Requena (“me siento totalmente de allí”, reconoce) en un ambiente de vino que le llevó de forma natural a estudiar Ingeniería Agrícola y a diplomarse en Enología. Mientras buscaba “el máximo de experiencias en el extranjero antes de volver a casa”, Burdeos se cruzó en su camino con una fuerza inusitada.
La primera sacudida fue una botella de Château Magdelaine 1976, de Saint-Émilion, propiedad de la familia Moueix, que le regaló su hermana. “Me quedé alucinada porque no estaba acostumbrada a beber vinos viejos, y mucho menos de Burdeos. Soy una persona muy curiosa y ese vino despertó todos mis instintos; quería ver cómo se vivía el vino en esa región”. Lo que más le fascinó fue el mensaje: “Hablaban un lenguaje totalmente diferente del que yo estaba acostumbrada en Requena. En Burdeos todo se explica desde el origen, desde el suelo. Y yo, que soy una apasionada de la geología, encontré un discurso totalmente lógico”.
Su destino cambió cuando consiguió sus prácticas soñadas en Château Magdelaine y conoció a Jean-Claude Berrouet, uno de los enólogos más respetados de Burdeos. El que fuera responsable de esta y otras conocidas propiedades del grupo Jean-Pierre Moueix, con el legendario Pétrus de Pomerol a la cabeza, se convertiría primero en su mentor y unos años después, tras presentar a Diana a su hijo Jean-François, en su suegro. “Jean-Claude es una persona de una generosidad y una humildad increíbles, capaz de transmitir con mucha simplicidad lo que es un gran vino. Comparto plenamente su visión del mundo del vino y su honestidad frente a lo que la naturaleza nos da”, explica.
Con 20 años de experiencia en la región, la española parece moverse con soltura entre las grandes familias del vino de Burdeos, tanto las propietarias como las que, como los Berrouet, han creado escuela enológica desde que Jean-Claude pasara el testigo a su hijo Olivier al frente de Pétrus a finales de los 2000. Jeff (Jean-François) gestiona con su padre la propiedad familiar de Vieux Château Saint André en la Montagne de Saint-Émilion, donde reside con Diana, y el negocio de consultoría con clientes en Argentina, Estados Unidos e incluso España, donde asesoran a Vivaltus, el proyecto más ambicioso de la familia Yllera en Ribera del Duero.
Orgullosa de llevar el apellido Berrouet por la admiración que profesa a su suegro, todo lo que ha ganado con trabajo y esfuerzo lo siente, sin embargo, como propio. Los retos para ella empezaron pronto. Con solo 24 años se puso al frente de las bodegas de la familia Pairault en el Médoc. Nunca le ha asustado la parte técnica. “Es lo más fácil y placentero. Vas adquiriendo experiencia y seguridad, y cada año aprendes porque cada cosecha es diferente y te pone a prueba”, dice la enóloga. Las experiencias más duras las ha vivido en el trato con las personas: “Siendo muy joven, mujer y extranjera cuesta que te acepten en un entorno masculino. Hacerte respetar lleva tiempo, sobre todo cuando la gente está acostumbrada a una gestión autoritaria”. Sin embargo, también es consciente de que en aquella época en España no habría tenido las oportunidades que se le presentaron en Burdeos, porque la presencia de la mujer en puestos de responsabilidad era aún menor.
De lo que más orgullosa se siente es de la creación de equipos. “Tengo una forma de dirigir muy colaborativa; quiero que la gente crezca dentro de la empresa y asuma responsabilidades. Dominar a través del miedo es lo más fácil, pero no es la fórmula más duradera ni la más efectiva”, afirma convencida. ¿Jugó a favor o en contra el apellido Berrouet tan inevitablemente asociado a Pétrus en su entrada en Domaines Jacques Thienpont? “La gente puede verlo como quiera y es algo que siempre puede generar polémica, pero tener el apellido Berrouet al lado de Thienpont solo puede sumar. Yo soy Diana García y he demostrado mi valía profesional a lo largo de los años; no soy un apellido, pero no voy a dejar de llevarlo por eso. Aunque en España no llevemos el apellido del marido, es algo que forma parte de la tradición francesa y yo me siento mitad francesa y mitad española”, dice.
Los años previos a su colaboración con la familia Thienpont los pasó en Pomerol, en Château Petit Village, primero como directora técnica y luego asumiendo la dirección general de la bodega. Lo que veía todas las mañanas desde la ventana de su despacho era Le Pin, con su magnífico pino y la reluciente bodega que inauguraron en 2011. Hoy se pasea por su viña y entre los minúsculos depósitos de fermentación que reflejan hasta las más leves diferencias de suelo dentro de un terreno tan reducido, y participa en las decisiones de vendimia y en el delicado momento del ensamblaje que en cada nueva añada determinará la exigencia de calidad y el volumen de botellas que llegarán finalmente al mercado.
Es como si todos los caminos de Diana García condujeran a Burdeos, luego a Pomerol y, en última instancia, a Le Pin. Ella siente que en estos 20 años en Francia le ha acompañado la suerte, aunque matiza: “Te tiene que pillar siempre trabajando en el sitio”. Pero, sobre todo, le ha guiado la tenacidad para sortear múltiples dificultades. Probablemente, lo que necesitaba Jacques Thienpont era toda esa firmeza envuelta en un guante de seda. Una descripción que vale también para el siempre deseado Le Pin.
Fuente EL PAIS