La autoayuda me pone nerviosa. En sociedades en las que la igualdad de oportunidades parece aún utópica, decirle a alguien “si quieres, puedes” es una estafa. Condenarlo a ir por la vida echando el bofe. También es cierto que, si no te lo curras, difícilmente lloverá café en el campo. Pero existe una distancia entre la responsabilidad y el poder de cada ser humano para transformar su entorno, y esa obcecación que te culpabiliza de tus fracasos y tu malestar obviando la violencia sistémica. Emprendo la lectura de esta novela con prejuicios negativos porque Boyt ha coqueteado con la autoayuda. Sin embargo, Amada y perdida me reafirma en la hipótesis de que, en literatura, no se trata de que una escritora expíe sus demonios a través de una historia edificante en la que, al otro lado, encontraremos redención y bienestar, sino que el asunto es el texto. Las condiciones psicológicas y sociales de una persona son trascendidas para, a través de las palabras, llegar universalmente a otros seres humanos. Se nos meten dentro. Ese tránsito y esa experiencia vital se basan en un uso consciente del lenguaje y los hilos narrativos. Amada y perdida es un precioso ejemplo de ese tránsito y esa conciencia literaria.
Aquí se funden historias de amor entre mujeres marcadas por la ausencia de los hombres. La ausencia de padre como “enfermedad hereditaria”. Hay otras ausencias que nos invitan a pensar en el duelo. Porque también existe un duelo por las personas vivas y un duelo anticipado. Ruth, madre; Eleanor, hija; Lily, nieta. Eleanor no puede hacerse cargo de Lily; su cotidianidad es demasiado sórdida. No podemos medir la responsabilidad de Ruth en esa sordidez: su cuidado descuidado o su descuido cuidadoso son una cuestión moral que funciona como espoleta narrativa. Eleanor es elipsis y fractura. Ruth y Lily se abrazan y acompañan. En su vínculo, afectivo y narrativo, en el relevo de sus voces en la novela, hay algo que nos hace pensar en los injertos exitosos. Una prosa vívida da cuenta del crecimiento de la una y el declive de la otra. Entre las dos, la bisagra fantasmagórica de Eleanor, la pieza que les falta y que, sin embargo, las va soldando orgánica y profundamente.
El punto fuerte de Susie Boyt radica en su capacidad para no dejarse colonizar por la luz. No incurrir en la cursilería ni el merengue para provocar el efecto de ternura. La luminosidad del retrato de Lily como bebé, niña, adolescente, resulta más radical cuando entendemos el miedo del personaje —crecer es empezar a tener miedo— y lo hacemos nuestro: Lily pone un exquisito cuidado en no herir a quienes ama, pero está agotada; su comportamiento delicado es el reflejo del trato que su abuela dispensa a su hija ausente. Ruth quiere ayudar, pero a veces es inevitablemente intrusiva. Incluso podríamos decir que su generosidad tiene algo de usurpación y culpa. En la dependencia hay algo terrible y algo magnífico.
Boyt habla de la ambivalencia de los sentimientos, y de redes de amor y amistad entre mujeres que reformulan el concepto de familia. Nos cuenta cómo el cuidado que ponemos al cuidar a veces se vuelve contra nosotras, aunque en las inhibiciones y en la habilidad para ponernos en el lugar del otro se esconde la semilla de nuestra alegría. Quizá este sea un libro sobre el significado de la consideración. El sesgo femenino de ser consideradas con otras personas. Susie Boyt con los mimbres de la mejor literatura y una prosa física nos enfrenta al peligrosísimo interrogante de si merece la pena atrevernos a comportarnos mal.
Susie Boyt
Traducción de Magdalena Palmer
Muñeca infinita, 2024
248 páginas. 20,90 euros
Fuente EL PAIS