Tatiana y Leticia se llamaban las dos mujeres asesinadas por sus parejas la semana pasada en Madrid. Sus casos, unidos al de la hija de la primera, se suman a un año en el que hemos vuelto a superar la cifra terrible de más de una mujer asesinada a la semana. Si en cualquier otro sector tuviéramos una muerte violenta por semana, estaríamos clamando por soluciones inmediatas. Sin embargo, estamos abonados a la discusión. Para una cierta derecha, no se sabe bien por qué, no existe la violencia machista. Dicen que si se te cae un tiesto en la cabeza también es violencia y por lo tanto no hay que hacer distinciones. Pues vale. Sin embargo, la terquedad del machismo les desmiente. Porque, ¿cómo habría que llamar a quien es capaz de asesinar a una niña de cinco años por la cobarde aflicción de ser abandonado por la madre? ¿Acaso no hay detrás de tamaña cobardía un paradigma afectivo demencial? Y si alguien replica que madres también a veces matan a sus niños por despecho, esto no sería una refutación, sino una evidencia más de que la cultura de pareja indisoluble, matrimonio sagrado y jura de fidelidad esconde un contrato por el cual te juegas la vida. Hemos de cambiar la raíz del mal.
Las circunstancias de ambas muertes nos han proporcionado un mirador transparente de lo que falla en el sistema. En el primer caso, tras una denuncia por malos tratos, el juez desestimó la acusación. El marido regresó a la casa y amedrentó a la mujer hasta cumplir su amenaza a cuchilladas en el garaje y en casa con la niña. El error judicial es siempre disculpable, pero sería infame no intentar corregir la dinámica, sin albergar temor a buscar la verdad de cada caso con todos los medios posibles, incluido un departamento de evaluación especializado que no recaiga sobre un sobrepasado servicio policial sin herramientas para encarar un encargo de tal relevancia nacional. En el segundo caso, un capitán del Ejército estrangula a su pareja y nos obliga a preguntarnos, como en el caso de la Guardia Urbana barcelonesa que tantas veces nos han contado en seriales y documentales, si nuestros servidores públicos más destacados no tendrían que someterse a estudios psicotécnicos de mayor profundidad y rigor de los que encaran puntualmente. Y más incómodo aún, si los entornos laborales y familiares han relajado cualquier vigilancia sencillamente porque el cariño lo justifica todo, incluso la vesania y la degradación moral.
La polémica no beneficia la búsqueda de soluciones. La guerra de pancartas en cada minuto de silencio municipal es la estampa misma de una profesión política degradada hasta niveles de teatralización tan infantiles que da asco. El problema no es sencillo, pero ofende el grado de misoginia que se introduce a través de las redes, en la forma de abuso y descalificación de la mujer tan distinta al balance que se hace de un hombre, incluida esa forma de desprecio tan particular hacia figuras públicas femeninas. Cuando estudiamos el tratamiento mediático del amor y el despecho comprendemos el origen de casi todo. En un mundo utilitarista hemos rebajado la relación entre personas a una forma más de consumo. Son transacciones que invitan a poseer, usar, tirar, ajenas al respeto a la individualidad de cada cual, que extienden los valores del mercado sin sitio para la humanidad. Cada seis días, otro fracaso.
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