Hemos pasado de unas elecciones que se iban a decidir lanzando una moneda al aire a una victoria muy holgada de Donald Trump y su equipo. Los analistas, sobre todo los que hacen encuestas, se enfrentan siempre a un complicado juego de silencios y su difícil traslación a votos. Todo depende al final del resultado en unos pocos Estados clave donde los cambios en las decisiones de unos cuantos grupos de votantes tienen consecuencias sistémicas.
Los puntos de atención eran conocidos: ¿cuántos votantes demócratas en Míchigan traducirían su ira por la tolerancia con el genocidio de Gaza en una abstención que de facto terminaría perjudicando a Palestina todavía más? ¿Cuántos hombres, en particular blancos de antiguas zonas industrializadas, superarían sus reticencias a votar a una candidata mujer y de color? ¿Cuántas mujeres demócratas tradicionales harían lo mismo por su desacuerdo con lo que consideran excesiva tolerancia con la corrección política o la autodeterminación de genero? ¿Cuántas mujeres republicanas de orden y de los suburbios, asqueadas y cansadas por el desafío constante de Trump a las normas más elementales de la decencia votarían en silencio por Kamala Harris para facilitar el final de la pesadilla en su propio partido?
La incertidumbre venía de no saber si habría coherencia alguna en los efectos netos de estos giros de última hora ni si tendrían un comportamiento común. Si las desviaciones marginales de uno o dos puntos porcentuales causadas por el comportamiento acumulado de estos grupos son consistentes en una determinada dirección (prodemócratas o prorrepublicanos) en una mayoría de Estados bisagra, automáticamente se produce una victoria mucho más holgada de lo predicho originalmente por las encuestas.
Entre las dudas había surgido un cierto optimismo de última hora. La calidad de la campaña de Harris, muy superior en todas sus dimensiones, y la entrada de Elon Musk para coordinar la movilización de los republicanos a través de su superPAC (siglas en inglés de Comité de Acción Política) daba cierta esperanza a quienes veíamos en su desastrosa organización a nivel local un rayo de esperanza. A poco que los votantes tengan un mínimo de memoria democrática de la primera Administración de Trump y, sobre todo, de su negativa a ceder el poder en enero de 2020, una masa de republicanos moderados silenciosos terminaría de darle la puntilla a una forma de hacer política que cansa y destruye. Esos serían los factores comunes que llevarían a una victoria holgada de Harris a pesar de ser mujer, de color y faltarle concreción a sus propuestas. Algunos incluso soñábamos con la ironía de agradecerle a Musk su contribución a la defensa de la democracia mientras las encuestas rozaban el virtuosismo de la ambigüedad.
De momento, no va a poder ser. Los votantes han hablado, y el optimismo ha muerto, por lo menos el de algunos. El giro ha sido muy coherente, pero en la dirección contraria. Harris ha tenido peores resultados que Joe Biden en 2020 en casi todos los condados del país. Su ventaja con los jóvenes es menor de lo esperado. El famoso muro azul es hoy rojo intenso, Harris ha perdido terreno con respecto a Biden entre los votantes de color de las zonas rurales e incluso entre muchos votantes moderados de las zonas urbanas. Lo mismo ha ocurrido con las comunidades latinas, crecientemente pro-Trump, y en algunos condados dominados por universidades. La victoria demócrata en la ciudad de Nueva York tiene uno de los márgenes más pequeños que se recuerda. El giro es global y a favor del Partido Republicano y de su candidato.
Aunque habrá de identificar con precisión las causas de esta pauta tan general, los análisis iniciales apuntan a dos factores. Casi todas las elecciones que han tenido lugar tras la pandemia han llevado a un cambio del Gobierno (España en eso es una excepción). Un mecanismo común a todos los casos es el aumento de la inflación y la caída de los salarios reales y, sobre todo, su percepción por los votantes. En su clásico sobre el control político de la economía, Edward R. Tufte alertaba ya en 1979 sobre el riesgo de celebrar elecciones en medio de periodos inflacionistas. Los votantes castigan al Gobierno, sea responsable o no. Las consecuencias positivas de la Ley de Reducción de la Inflación (IRA, por sus siglas en inglés) no parecen haberse traducido en apoyo político a pesar sus efectos reales. En los últimos dos años, la inflación ha bajado del 8,20% al 2,4%. El problema es que las percepciones de los votantes parecen mas determinadas por el nivel de precios que por su (des)aceleración. Eso explicaría la paradójica coexistencia entre una gestión macroeconómica solvente y el castigo recibido.
El segundo factor es la intensidad del sesgo contra una candidata mujer y de color en amplios sectores sociales que normalmente apoyarían al Partido Demócrata. El diferencial con Biden en grupos como los trabajadores varones de color es uno entre muchos ejemplos que apuntan en esta dirección. La insistencia de Trump en presentar a Harris como una radical partidaria de los transexuales dispuesta a financiar operaciones de cambio de sexo incluso a inmigrantes ilegales encarcelados buscaba explotar esas divisiones. Y ha funcionado. De nuevo, una campaña basada en crear ruido para colocar dos o tres mensajes simples que capitalizan un malestar latente ha eclipsado hechos, la comparación del carácter y la competencia de los candidatos, o la memoria del carrusel de delitos, incumplimientos, mentiras, provocaciones y boutades del presidente Trump.
El mensaje que manda su éxito sobre el funcionamiento de la democracia es preocupante: ahogar en mierda el proceso democrático genera réditos electorales. Es una estrategia compartida por muchas derechas europeas, y abrazada con pasión por el PP y Vox, que transmite la idea de que gestionar bien resulta irrelevante para ganar elecciones y que anula su función principal: servir como mecanismo de control de los gobernantes que incumplen sus promesas o, en casos extremos como este, amenazan con seguir atacando al sistema mismo. En último término, es racional convertir el proceso democrático en un lodazal en el que no se pueda distinguir nada, salvo quién parece más bravo y chilla más.
El resultado tiene también implicaciones acerca del papel del dinero en la política, en particular de la capacidad de magnates como Musk para ofrecer y comprar influencia, sobre todo en el terreno de la (des)información. Los optimistas creíamos que su desastroso despliegue sobre el terreno perjudicaría a Trump. Los vencedores ríen apuntando a la creciente irrelevancia de instrumentos cada vez más obsoletos en los flujos de información y formación de preferencias en las democracias digitales. Si se rompe el vinculo entre realidad y preferencias y los gobiernos perciben que atender a las necesidades de los ciudadanos es menos importante que alterar sus percepciones, la democracia puede convertirse en un videojuego de difícil manejo.
Existen barreras económicas e institucionales que ofrecen todavía algunas garantías contra estos riesgos. En dos años es probable que los demócratas recuperen su capacidad para contrarrestar a Trump en el Congreso pero, hasta entonces, el republicano tiene mucho margen para ejecutar políticas que, en múltiples casos, amenazarán a amplios sectores sociales. Por desgracia, si hiciésemos una lista de presidentes que intentan cumplir lo que prometen, Trump estaría en los puestos de cabeza, y la experiencia con la renovación del Tribunal Supremo muestra que tiene más sentido estratégico del que parece. El Partido Demócrata tiene que superar la maldición de los imprescindibles, la de aquellos que primero no pueden y luego no quieren dejar de coordinar el partido, y redefinir su estrategia y sus liderazgos para afrontar esta nueva etapa, tomarse en serio el malestar real de muchos de sus antiguos votantes y dejar de hablar y actuar sólo para sus propias élites. El apoyo de Beyoncé o de Taylor Swift o los guiños populistas de última hora hacia una clase media que lleva años mirando la cartera son una estrategia insuficiente cuando el rival es un candidato con recursos y sin escrúpulos para eliminar la posibilidad de una conversación política normal.
Fuente EL PAIS