“La realidad del mundo son los microbios y nosotros somos mitad humanos y mitad microbios”, dice la bióloga y profesora de la Universidad de Antofagasta Cristina Dorador ante una sala repleta de público que ha llegado el sábado al Festival de Ciencia Puerto de Ideas en Antofagasta para escuchar la conferencia El amor microbiano. Y se produce un suspiro entre los asistentes, no precisamente romántico, cuando la también doctora en Ciencias Naturales de la Universidad de Kiel y del Instituto Max Planck de Limnología señala que, dadas nuestras características, “durante un beso de diez segundos se pueden compartir hasta 80 millones de bacterias”.
Dorador, que se ha especializado también en ecología microbiana y realiza investigación en los salares del altiplano del norte chileno y en el Desierto de Atacama, señala que la secuenciación de ADN es la que ha permitido descubrir que había grupos inmensos de organismos que antes “estaban completamente invisibles”. Y que con las nuevas tecnologías, a partir de 2010, ha sido posible ver la magnitud y profundidad de los microorganismos, por ejemplo, en la piel humana.
De esas observaciones en la piel humana han surgido curiosidades: “Cuando uno estudia las comunidades microbianas del codo, que tiene sequedad, se parecen a algunas que hay en los desiertos, porque comparten características de vivir en ambientes áridos. Nosotros también nos parecemos a la naturaleza”.
Dorador agrega que en distintas partes de la cara, puede observarse mucha diferencia en los microbiomas, pues “hay toda una diversidad geográfica humana que tiene su correlato en el mundo de la piel”.
Las comunidades de microbios, dice Dorador, nos acompañan desde el nacimiento e, incluso, mucho después de la muerte. Y si es así, se pregunta la bióloga ¿qué pasa cuándo hay vida en pareja? “Nuestros microbiomas son compartidos, inevitablemente”, responde.
Dorador explica que mientras más tiempo hay de convivencia de una pareja, más se comparten los microbiomas. Y la fuente inicial son los besos: “Uno puede ver un beso como algo bonito y romántico, pero también es un intercambio y una transformación de microorganismos. Mientras más besos nos damos, nuestra comunidad bacteriana se tiende a parecer más a la de nuestra pareja. Y eso está comprobado científicamente”.
Los besos, agrega, han sido analizados a través de tomas de muestras. Pero también se ha estudiado qué pasa cuando las personas viven juntas: “Mientras más tiempo convivimos, nuestros microbiomas más se parecen”. Y cuando se han realizado análisis respecto de qué parte del cuerpo es aquella donde se encontró más similitud en una pareja, “fue en el microbioma de los pies, porque al dormir juntos los pies siempre terminan tocándose, por lo que hay mayor relato de microbioma. Mientras más tiempo convivimos, nuestros microbiomas más se parecen”.
Y agrega: “El amor conlleva a una relación estable microbiana, donde nuestros habitantes terminan pareciéndose a nosotros y nosotros a ellos”.
Pero cuando una relación de convivencia termina, la profesora de la Universidad de Antofagasta dice que, si bien el quiebre amoroso “es tremendo”, a nivel microbiano también se produce un quiebre “porque se deja de tener esa convivencia microbiana. Y nuestra biología también cambia”.
Un fin de una relación, sin embargo, deja un legado microbiano que es difícil que nos deje. Probablemente, haya bacterias que se adquirieron en esa relación que nunca más se vayan porque tuvieron una adaptación en nuestro cuerpo”. Y eso se explica porque “adquieren un rol funcional. Por ejemplo, permiten degradar un alimento que consumimos. Entonces, siempre nos quedan pedacitos e historias de personas con quienes vivimos”.
“Es tan corto el amor y tan larga la persistencia microbiana”, dice Cristina Dorador en alusión al célebre verso del poeta chileno Pablo Neruda: “Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido”.
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Fuente EL PAIS