De Trump dice todo el mundo que es transaccional, un negociante metido en política. ¿Qué implica eso para los derechos de las mujeres y la igualdad de género? ¿Qué implica para nuestras democracias?
Reconozco que tengo curiosidad por escuchar la narrativa trumpista y de la internacional ultra este 8M. Una curiosidad triste, pero también combativa. Curiosidad para no callarme, para que no nos callemos. Porque si queremos defender la democracia no podemos callarnos. El feminismo ha sido el movimiento más profundamente democrático del siglo XX y de lo que llevamos del siglo XXI, por eso quieren aniquilarlo aquellos que buscan vaciar nuestras democracias.
El retroceso en el compromiso con la igualdad y los derechos de las mujeres, especialmente los derechos sexuales y reproductivos, se ha convertido en un aspecto central de la narrativa ultra y de su estrategia para promover su agenda autoritaria, nacionalista, clasista, xenófoba, austeritaria, de pacificación violenta y neocolonial, acientífica, polarizadora y, por supuesto, “transaccional”. El objetivo de la internacional ultra va más allá de su insistencia en regresar a un “orden natural”: quieren que las mujeres dejemos de ser fines en nosotras mismas y volvamos a ser medios para los fines de otros, aspiran a utilizar nuestros cuerpos y nuestro trabajo para lograr la cuadratura del círculo de su proyecto político, económico y cultural.
Su proyecto es autocrático e iliberal, y atenta contra los principios y las instituciones democráticas. Cuestiona especialmente el principio de igualdad, la idea de que todos los seres humanos somos iguales. Hombres y mujeres no somos iguales en su proyecto político; somos, a lo sumo, complementarios. Las mujeres estamos en la tierra para parir, cuidar, agradar y satisfacer sexualmente a los hombres. Obviamente las mujeres de la élite quedan excluidas, porque ellas tampoco son iguales a las otras mujeres. Pertenecen a sus clanes, su dinastía y a su clase.
Su proyecto es, por tanto, profundamente clasista, nacionalista y xenófobo. La internacional ultra habla de “apocalipsis demográfico”, “genocidio blanco” y de “gran reemplazo”, defiende la teoría de que las poblaciones blancas occidentales y cristianas van a ser reemplazadas por los inmigrantes y sus descendientes. Evitarlo no sólo implica criminalizar la inmigración o reducirla a aquellas personas y sectores que sean necesarios para garantizar la acumulación de riqueza, sino establecer las condiciones que lleven a las “occidentales” a reproducirse.
No es de extrañar que en el centro de su cruzada contra los derechos de las mujeres estén los derechos sexuales y reproductivos: buscan controlar qué poblaciones tienen o no tienen el derecho y el deber de reproducirse. Por eso, frente al derecho al empleo que desde el feminismo hemos reclamado para garantizar la autonomía y la plena ciudadanía de las mujeres, la internacional ultra habla del derecho a quedarse en casa y promueve movimientos como el de las tradwives. Pero también ataca la labor del Fondo de Población de Naciones Unidas (UNFPA), como ha hecho Estados Unidos esta misma semana al reducir su aportación en 377 millones de dólares, con el consecuente impacto sobre los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres en los países más pobres y menos libres. Controlar nuestros cuerpos es la manera más efectiva de controlar nuestras vidas y ganar su guerra cultural. De hecho, fue en las reuniones del Foro de las Familias y otros escenarios similares donde comenzó la actual cooperación estratégica de los grupos ultra hace más de una década.
No obstante, su ofensiva no es sólo cultural, también es económica. La procreación sigue teniendo un valor económico que la revolución tecnológica no ha limitado. La vuelta a casa de las mujeres ya sea parcial, temporal o total, es una pieza clave de su apuesta económica y fiscal austeritaria. En un mundo en el que la fiscalidad progresiva está siendo literalmente desmantelada y los Milei y los Musk de turno podan los estados de bienestar con sus motosierras, todos los servicios que deja de proporcionar el Estado pasan a ser responsabilidad de las familias. Pero no todas tendrán la capacidad de externalizar la adquisición de esos servicios recurriendo al mercado y se verán obligadas a tirar de la provisión familiar de cuidados, que, como bien sabemos, sigue recayendo mayoritariamente en las mujeres. La intersección de las desigualdades de género con las de clase y otros ejes de desigualdad será aún más determinante sin la labor igualadora de los servicios públicos y el Estado de bienestar. Décadas de neoliberalismo han preparado el terreno para el encumbramiento del individualismo y la legitimación de la desigualdad, que está siendo peligrosamente resignificada como algo natural y hasta deseable si se quiere —como se quiere— justificar la acumulación de los poderosos, cuya propuesta no es sólo económica y política, por tanto, sino también neocolonial.
Trump se presenta a sí mismo como el gran pacificador, convirtiendo la verdad en mentira, censurando la opinión libre y usando su poder en la arena internacional para imponer sus condiciones, sobre todo en lo relativo a garantizar para las empresas estadounidenses las materias primas críticas necesarias para acometer las transformaciones productivas que asegurarán y multiplicarán sus beneficios. Una narrativa militarista basada en el poder del más fuerte, el macho alfa que tanto abunda en el gabinete de Trump, pero que ya lleva años representando Putin, quien ha utilizado a su antojo las armas de la desinformación para combatir la igualdad de género y los derechos de las mujeres y de las personas LGTBI.
La idea de que la igualdad no es solo una cuestión de justicia sino de eficiencia económica ha quedado pisoteada dentro de una nueva fase del capitalismo en la que parece sobrar la democracia, una etapa desenfadada, violenta y neocolonial. La masculinidad tóxica se ha convertido en el modelo del nuevo orden internacional. El reforzamiento de la sociedad patriarcal viene acompañado de un incremento en el gasto en seguridad y defensa, con el potencial resentimiento de otras áreas presupuestarias que concentran los nichos de empleo femenino y posibilitan la incorporación de las mujeres a los mercados de trabajo.
Las evidencias probadas por años de investigación son denigradas como acientíficas por los mismos que niegan la propia ciencia, sin duda un molesto obstáculo para la internacional ultra. Los estudios de género, feministas y sobre las mujeres representan el papel del canario en la mina: cuando estiran la pata, la democracia salta por los aires. Milei ha utilizado su motosierra para eliminar cualquier financiación pública a ese campo de estudio y Trump parece adentrarse por el mismo camino. Orbán se anticipó hace años en Hungría.
No podemos transformar una realidad si no la conocemos. Por eso los representantes de la internacional ultra en Europa, incluida Vox, están pidiendo, no ya limitar la financiación, sino eliminar completamente el Instituto Europeo para la Igualdad de Género (EIGE), que realiza los estudios y proporciona los datos que documentan las desigualdades entre mujeres y hombres. La manera de negar algo es invisibilizarlo, de ahí que se impida el acceso de la sociedad a cualquier información sobre la desigualdad y sobre las raíces y los métodos de reproducción y resiliencia del patriarcado. Por el mismo motivo, el movimiento ultra es un peligro para la libertad de prensa, amenazada por la adquisición de periódicos y el control de las redes sociales por parte de sus promotores.
Su apuesta polarizadora se ceba con las mujeres y las niñas y se vale de la digitalización y la inteligencia artificial, a cuya regulación se oponen, para materializar la cosificación y deshumanización de las mujeres. El 90% de los deep fakes en la red incluyen a mujeres y niñas y suelen tener contenido pornográfico, convirtiéndose en un auténtico ejercicio de violencia y disciplinamiento contra las mujeres cuyo objetivo es apartarnos del espacio público o controlar nuestra participación. Denigrar la política y hacernos parecer a todos iguales son formas de negar la democracia y el poder transformador de la política y el feminismo. Por eso están aprovechando hasta la saciedad la grieta abierta entre una parte del feminismo y el movimiento LGTBI. Pretenden desangrarlos a ambos, conscientes de que, junto con las plataformas antirracistas y movimientos decoloniales, son los principales responsables de la ampliación de derechos y de la expansión del principio de igualdad.
La apuesta de la internacional ultra es que el respeto por los derechos humanos deje de ser la base del orden internacional. Abogan y fomentan un orden internacional basado en lo transaccional, donde todo es una mercancía, incluidos los derechos, su protección y su disfrute. La absoluta mercantilización de la vida que prospera al arrullo de la lógica financiera y la desigualdad y acumulación constantes convierten cualquier aspecto de nuestra existencia en algo susceptible de ser negociado, transaccionado.
¿Es este el mundo que queremos? La respuesta debe ser un no rotundo: con los derechos no se negocia. La igualdad no es un anhelo que podemos dejar para momentos de mayor calma y felicidad. Todos los demócratas, mujeres y hombres, tenemos que situarla en el centro de nuestra acción política, hoy 8M, y todos los días del año y de nuestra vida.
Fuente EL PAIS