Beatriz, la protagonista de la novela Yeguas exhaustas (Pepitas de Calabaza, 2023) sabe por qué sus padres jamás fantasearon con que se convirtiera en doctora o ingeniera. “La única gran expectativa sociocultural que tenían sobre mí era que me dedicara a cualquier tarea que no implicara limpiar el váter de nadie”, reflexiona. En esta ficción en primera persona sobre el desclasamiento femenino, una hija de una pareja almeriense migrada a Castellón (la madre, recolectora de naranjas y limpiadora; el padre, obrero en una fábrica) rememora sus múltiples epifanías de clase desde niña hasta convertirse en escritora y profesora de literatura de Bachillerato.
“Mi vida ha estado cuajada de escenas que me han devuelto una y otra vez a la pregunta sobre el origen, sobre el hecho de ser rural y de clase de obrera”, anticipa en las primeras páginas sobre su experiencia. El pánico a hablar valenciano en público siendo castellanoparlante en casa, el complejo por criarse entre cintas de Camela y Marifé de Triana y no con vinilos de Pink Floyd o por qué escribió “Fucó” en sus apuntes la primera vez que le mentaron a Foucault en la universidad, esos instantes aparentemente ordinarios y desconectados entre sí son oportunamente trenzados en este texto. Un ejercicio memorístico que expone las grietas de aquella fantasía de igualdad social y ascenso por méritos a la clase media aspiracional con la que se hipnotizó a las hijas de la mano de obra más barata del posfranquismo.
A sus treinta y pocos, Beatriz ha comprendido que “la facultad paga en vanidad lo que no paga en dinero, pero la vanidad no da de comer” y que, aunque una saque las mejores notas, siempre habrá “algo que delate tu cuna”. Como el acto cotidiano de comer una pieza de fruta directamente del filo del cuchillo y no pelada del plato. Una acción que siempre les “hacía gracia” a algunos de aquellos compañeros universitarios que presumían de múltiples referencias culturales en clase y que, a diferencia de ella, no eran hijos de jornaleros que comían apurados, con navaja y con una mano. Aquellos chicos, a los que acabaría sintiendo más lejanos que iguales, parecían destinados a irradiar “una naturalidad para colocarse en el lugar de quien posee y gestiona la cultura como quien ha nacido para ella”.
Algo de esa Beatriz hay en su autora, Bibiana Collado Cabrera (Burriana, Castellón, 38 años), con la que dialoga la protagonista en el tramo final libro. “Ya lo había hecho en poemarios, pero quería ahondar en la violencia de género, la no correspondencia cuando haces todo lo que se espera y el proceso de invisibilización de nuestra genealogía. La brecha no es solo económica, sino de imaginario: el horizonte de expectativas, las películas con las que nos hemos educado o la música que escuchábamos en casa también nos hace sentir que seguimos siendo los de abajo”, cuenta al otro lado del teléfono.
Licenciada en Filología Hispánica, profesora de Bachillerato en el IES Sant Jordi de Valencia e hija de una recolectora de naranjas y un trabajador del azulejo, Collado Cabrera debuta en la ficción tras firmar varios poemarios (el último es Violencia, editado por La Bella Varsovia). “He dado el salto porque me apetecía un pacto ficcional, jugar con la autorreferencia, pero trabajándola para que adquiera el tono personal que desprende. Lo más fácil hubiese sido ponerse petulante y engorrón; lo difícil en la escritura, justamente, es que parezca fácil”, aclara sobre su debut en este formato.
Las desengañadas del sur de Europa
Fenómeno entre libreros y clubes de lectura gracias al boca oreja, Yeguas exhaustas ―cuyo título hace un guiño a esa madre que se ha deslomado como una mula porque sabe que “un pobre no puede permitirse dejar de trabajar o trabajar menos ni un solo día de su vida. Una pobre menos”—, se enmarca en una nueva corriente literaria, liderada por autoras que buscan exponer las trampas y decepciones de quienes se criaron bajo el ideal de la meritocracia y la promesa del ascensor social a través del esfuerzo educativo.
Si irlandesas superventas como Sally Rooney o Naoise Dolan han tomado la avanzadilla en la trama amorosa con conciencia de clase, las autoras del sur de Europa han optado por investigar su desencanto a través de la genealogía familiar. Como la vasca Eider Rodríguez en Material de construcción, una “novela de no ficción” (como ella misma la define), en la que escribe sobre su propio desclasamiento y la vergüenza asociada a ese proceso mientras disecciona la figura de un padre alcohólico. En Italia, la tendencia es análoga.
La extranjera, de Claudia Durastanti (traducida del italiano por Pilar González Rodríguez para Anagrama en 2020), narra la historia de supervivencia de sus padres (ambos mudos y de origen humilde, como los de la autora) mientras se relaciona con supuestos iguales en entornos creativos y, escribe, “no dejo de preguntarme cuánto pagan de alquiler, o en qué trabajan para quedarse aquí, en una obstinada resistencia que me ofusca y me está convirtiendo en una criatura diferente, cuya voz, forma de gesticular o vestirse no puedo soportar”. La heroína de El agua del lago no es nunca dulce, la última novela de Giulia Caminito, finalista del Strega y traducida por Carlos Gumpert para Sexto Piso, también vive frustrada por no poder prosperar. En este drama familiar sobre el inmovilismo de clase que en EEUU no se tradujo al inglés por “desafiar al sueño americano”, una madre (Antonia) espera que sus hijos puedan superar sus penurias gracias a la educación, mientras la hija (Gaia), pese al esfuerzo académico, sigue atrapada en desventaja sin vistas a ningún ascensor de clase operativo.
En un intercambio de correos electrónicos, Caminito, de 35 años, hija de bibliotecarios y criada en Roma, aclara que su objetivo era visibilizar el desencanto generacional frente a las instituciones y la academia como supuestos motores de prosperidad. “Hasta la generación de mis padres, estudiar e ingresar a la universidad significaba hacer una inversión válida de tiempo, dinero y compromiso para lograr resultados en el trabajo y en las condiciones materiales. Era una inversión en el futuro, una esperanza en el propio ascenso. Hoy, objetivamente, esto ya no es así”, explica esta autora, que ya había fiscalizado la idea del bienestar y quiénes se quedan fuera de disfrutarlo en sus anteriores novelas, La grande A y Un giorno verrà.
El desclasamiento triste
Quien también andaba obsesionada con escribir sobre la genealogía de clase vista desde las mujeres invisibles era Alana S. Portero (Madrid, 45 años). Así lo ha hecho en La mala costumbre (Seix Barral), su debut con el que revolucionó la Feria de Fráncfort y en el que se ha inspirado en el anecdotario construido a través de su madre, sus tías o vecinas de San Blas, el barrio en el que creció. “Son mujeres a las que admiraba desde mi propia distancia y fascinación, las que te cuentan los orígenes con un relato justo, de forma llana y sincera, sin dar épica”, cuenta. Con su novela, la autora ha querido “ofrecer un contrarrelato de clase a toda esa narrativa hipermasculinizada que ha obviado que las mujeres sostenían la conciencia obrera. Ellos podrían estar en las manifestaciones y las luchas políticas, pero podían porque ellas cuidaban a sus hijos y les ponían la mesa, trabajando en condiciones de gratuidad que ellos jamás toleraron en sus puestos de trabajo”, añade.
Si hay algo que une a esta nueva generación de autoras que escriben sobre las desigualdades sociales en sus ficciones, según la madrileña, es un desclasamiento abordado desde la tristeza: “Sentimos que nos han robado el relato y la posibilidad de tener mejores recuerdos. Nosotras no decimos: qué bien que nos hemos ido del barrio. Nos hemos ido de ese barrio, pero para irnos a otro. No buscamos la nostalgia, que es reaccionaria y traicionera, si contamos esta evolución es desde la pena”.
La autora cree que esa nueva oleada es una reacción frente a la ausencia de perspectiva de clase en buena parte de las ficciones de escritoras de generaciones previas. “No sé al resto, pero a mí me faltaba en autoras que todavía venero, como Carmen Martín Gaite, Carmen Laforet o Rosa Montero. Creo que solo Elvira Lindo fue una de las pocas que aterrizó en la narrativa de clase de una forma menos turística”, dice. El cambio de mirada, afirma, es una realidad: “Lo noto también en la recepción en la propia esfera cultural, hay un relevo que es un poquito menos burgués”.
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