Lo que parecía depender de una moneda al aire era en realidad una corriente de fondo. En el discurso de proclamación de su victoria, Trump ha tirado este miércoles de sus habituales excesos retóricos —”hemos hecho historia”— y se presenta como el líder de un movimiento que el mundo nunca, jamás, había tenido antes. Hoy lo vemos de nuevo. Trump no ha dirigido una campaña política, sino un movimiento de masas, sabiendo perfectamente lo que esto conlleva: la naturaleza esencial de la lealtad de sus seguidores. Estas elecciones son un nuevo episodio en la expresión de la ira del hombre del subsuelo, ese perdedor de alma oscura que desde 2020 sueña encarecidamente con su venganza.
La revancha tiene muchas causas. Pero viene modelada por un antifeminismo declarado que hemos visto indisimuladamente a través de reflejos masculinistas y comportamientos machistas de sus sacerdotes y acólitos; desde la estigmatización de J. D. Vance de las solteras de los gatos sin hijos a la descarada retórica misógina de Trump hacia Harris, incluidas alusiones explícitas a felaciones hechas dentro de la lógica de un humor llevado desde hace tiempo más allá del filo de lo permisible y, por tanto, dispuesto a bordear el odio. Son ya dos mujeres muy capacitadas (Harris y Hillary Clinton) las que pierden contra el mismo misógino. Si en 2016 la imagen icónica de los nuevos representantes de los humillados y oprimidos fue la de Trump y Nigel Farage en pie dentro de un ascensor rebañado en oro, a la de 2024 se suma el tecnolibertario Elon Musk llamando a votar directamente “a los hombres” en su red social. Se sabía que la división de género es real y que las mujeres norteamericanas apoyarían mayoritariamente a Kamala Harris. La estrategia trumpista, con todos sus escuderos al frente, ha consistido en sortear esa desventaja polarizando, tensando aún más esa cuerda. No le han votado a pesar de su machismo: le han votado porque es machista. Habrá que ir desmenuzando los datos, pero el resultado parece confirmar una profunda brecha de género en EE UU, que en realidad se sucede a cada llamada a las urnas en Occidente.
Hemos pasado así del pertinaz placer del victimismo en clave de género a la expresión de un movimiento poco receptivo e incluso reactivo a los problemas de las mujeres y a la defensa de sus derechos. Harris no ha mejorado los resultados de los demócratas centrando buena parte de su campaña en la libertad reproductiva de las mujeres. Y ya no se trata de la ira del hombre blanco, o no solo. A la reacción antifeminista parece que se suman también los latinos a pesar de haber visto refrendada por boca de Trump la superioridad racial de la minoría blanca. Lo importante para ellos es que son los hombres que se quedan al otro lado del muro. Esa movilización no se explica ya solamente por el sentimiento de decadencia protagonizado por los obreros del cinturón del óxido enfurecidos por el miedo a perder el honor o el estatus. Lo de estas elecciones es el resultado de una pasmosa reacción de nuestro tiempo, una realidad inquietante que avanza por aguas subterráneas siete años después del inicio de la revolución del Me Too. Mientras las mujeres —especialmente las más jóvenes—tratan de preservar sus derechos y abrazan cada vez más valores progresistas, los hombres se inclinan por los valores conservadores motivados por el mito de la crisis de la masculinidad. Hoy ellas, de nuevo, pasan a la resistencia, junto con la democracia misma. Qué mundo.
Fuente EL PAIS