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Niña despatarrada | Opinión | EL PAÍS

A comienzos de 2018, escribí una tribuna titulada La revolución de la mirada en respuesta a la polémica que suscitaron la retirada temporal de Hilas y las ninfas, de John William Waterhouse, del Museo de Mánchester y la petición de retirar Teresa soñando, de Balthus, del Metropolitan Museum de Nueva York por su contenido sexista. Desde entonces, algo más de un lustro, este tipo de iniciativas se han multiplicado en muchos países y ya no causan el mismo revuelo que en el mundo de las artes se planteen exigencias desde una perspectiva de género, étnico-racial y/o de diversidad sexual a la hora de concebir exposiciones, organizar colecciones, juzgar libros o financiar películas.

Cuando mi hija pequeña, con cierto fastidio, me preguntó hace un tiempo en la sala de un conocido museo parisiense “mamá, ¿por qué solo hay mujeres desnudas y no hay hombres?”, pensé dos cosas. Primero, las miradas efectivamente están cambiando; para ella, ya no es normal ver una presencia desproporcionada de cuerpos femeninos desnudos en las artes. Segundo, si bien tengo bastante claro que desde las instituciones culturales y educativas debemos seguir encontrando maneras de hacer presente el pasado que tengan en cuenta estas miradas nuevas, la reacción de mi hija me sugiere una pregunta: ¿es posible que los valores del pasado sean tan evidentes en su caducidad para las generaciones más jóvenes que sea cada vez menos necesario contextualizarlos o comentarlos críticamente?

La reflexión viene a cuento del debate sobre si el mal comportamiento de un artista, más concretamente su trato hacia las mujeres y sus seres cercanos, desacredita su obra. Pues al mismo tiempo que la visibilidad y el interés por las mujeres artistas ha aumentado en los últimos años —conviene resaltar que más en el caso de las artistas contemporáneas que las del pasado—, asistimos a una revisión crítica de las biografías y la obra de los artistas hombres consagrados. En el entorno de las artes, desde las plásticas hasta el cine, la genialidad ha sido patrimonio del artista varón, y los roles visibles que han podido ejercer las mujeres han sido los de musa, objeto de deseo, modelo o asistente. La asimetría de esta relación nunca fue un secreto. La novedad reside en documentarla, reconocer su violencia y dejar de verla como natural. Es, por ejemplo, la diferencia entre describir a Pablo Picasso como un “mujeriego” y considerarlo un misógino abusivo a partir del maltrato al que sometió a sus parejas.

La distinción entre el artista y la obra es fundamental en este debate. Establece que es posible reconocer la calidad de la obra de Picasso o el carisma de Alain Delon en la pantalla —por poner un ejemplo más reciente y de otro arte— y, al mismo tiempo, admitir que su comportamiento personal fue todo menos ejemplar. Ahora bien, ¿quiere esto decir que las generaciones que vengan tendrán automáticamente la misma consideración por la obra de Picasso o las películas de Delon? Retomando la pregunta de mi hija, podría ser que la presencia desproporcionada de mujeres desnudas en la obra de numerosos artistas que fueron vanguardia en su día o el trato displicente de algunos actores varones hacia las mujeres, tanto en la pantalla como en la vida real, ya no se ajuste a su visión del mundo y tanto sexismo les rechine. Su menor entusiasmo por estos artistas y su obra no obedecería necesariamente a un juicio moral de la persona, sino a un juicio estético de la obra (o una parte de ella). Simplemente, no la disfrutan, no se identifican con sus contenidos y quizá lo hagan más con otros artistas u obras de la misma época que no transmitan estos valores.

Paradójicamente, los autores posestructuralistas, de cuyas ideas se han nutrido la crítica feminista y otras perspectivas subalternas del pasado, son quienes establecieron con mayor claridad la distinción entre el artista y su obra, lo que hoy permite redimir al artista maltratador, separándolo de su legado artístico. Roland Barthes y Michel Foucault proclamaron “la muerte del autor”, poniendo el foco en la obra, como objeto libre e independiente de la intención de su creador y sujeto, por el contrario, a las múltiples interpretaciones y reinterpretaciones del observador, condicionado, a su vez, por el momento y el lugar desde donde observa la creación.

Esta perspectiva sociológica nos ofrece la posibilidad de ignorar al autor y resignificar su obra. Tomemos Teresa soñando, por ejemplo. Le pregunto a mi hija qué ve. Me dice que ve a una niña que, después de un largo día de colegio, se tiende en su cuarto a descansar un rato. Es posible que, si viera varios cuadros de Balthus me preguntara por qué solo pintaba niñas en posturas similares, pero, como fenómeno aislado, no percibe a la joven vecina del pintor como un objeto de deseo de un hombre mucho mayor que ella. Su mirada no es la masculina, presuntamente pedófila. Y a mí, entonces me viene a la cabeza la palabra girlspreading y veo un potencial icono antisexista: una niña despatarrada con la misma despreocupación que mostraría un varón de su edad.

Fuente EL PAIS

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