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Niñas que juegan con coches | Opinión

Por la mañana, al levantarse, deja sobre la cama el pijama de franela a cuadros, aún cálido de su cuerpo en la noche. Abre el armario. Calcetines de lana, camiseta de algodón, un jersey gris de cuello redondo, pantalones vaqueros de pierna recta, botines de piel atados al tobillo, trenca azul marino, el móvil, las llaves, al bolsillo echa un gorro de punto que tejió su madre, por si acaso. ¿Quién es? ¿Un hombre o una mujer? Yo no puedo saberlo, solo puedo decidirlo.

A ver esta otra estampa. Por la mañana, al levantarse, deja sobre la cama el tibio pijama de franela a cuadros. Abre el armario. Leotardos de lana, camiseta de algodón, un jersey gris de cuello redondo, la falda de pana marrón a media pierna, botines de piel atados al tobillo, trenca azul marino, el móvil, las llaves, al bolsillo echa un gorro de punto que tejió su madre, por si acaso. ¿Quién es? ¿Un hombre o una mujer? Qué pregunta más tonta. Yo no puedo decidirlo, solo puedo dar por hecho que lo sé.

Hace un par de meses, la Asociación de Usuarios de la Comunicación presentó un estudio que decía que el sexismo en la publicidad de juguetes ha disminuido por primera vez. La predominancia del rosa para los anuncios protagonizados por niñas disminuyó en un 22% del año 2020 al 2022, y el azul, el rojo y otros colores oscuros para los anuncios de niños se han rebajado en un 29%. Es un avance, dijo el que todavía era ministro en funciones de un Ministerio de Consumo a punto de ser absorbido por otro. Se ha incrementado, además, la presencia de ambos sexos en anuncios variados, como los de construcciones, muñecos o juegos de rol. Es un avance, pero queda mucha tarea, insistió el ministro en funciones. Porque, por ejemplo, los juegos bélicos y de acción siguen siendo para ellos y los de moda y belleza, para ellas. Los valores del disfrute, la popularidad y la aceptación están más presentes en los anuncios de niños que en los de niñas, y el cariño y los cuidados siguen siendo valores destinados al sexo femenino. Valores que más tarde se convierten en mandatos. Colores, como ropajes, que continúan señalando, uniendo, separando: imponiendo.

El 16 de febrero de 1911, el diario El Imparcial se hacía eco del incidente que había tenido lugar el día anterior en Madrid: “Anoche, a las nueve, cuando la Puerta del Sol estaba concurridísima, desembocaron en ella dos señoritas, muy lindas y airosas, que gozaron del privilegio de atraerse todas las miradas. Ambas lucían bravamente la novísima falda-pantalón”. Las iniciales miradas de estupor pasaron a ser una turba de hombres que las persiguió y las insultó, hasta que las dos mujeres se refugiaron en una perfumería de la calle del Carmen. Luisa Capetillo, escritora, anarquista, feminista y sindicalista, fue la primera mujer que usó pantalones en su país, Puerto Rico. Durante una estancia en Cuba, fue detenida por escándalo público: “Conque usted siempre usa pantalones”, la interrogó el juez. “So marimacho”, le espetó el teniente.

En una comida navideña, me enseñan un vídeo donde una niña pequeña, junto a su abuelo, estrena su regalo de Papá Noel: una vespa eléctrica, rosa chicle, que avanza por la acera con un ruidito de batidora. El hijo de unos familiares, de dos años, apartándose de los ojos el flequillo rubio, se acerca al móvil y con su cara redonda y feliz, nos dice: “Yo quiero una moto igual, pero ¡que sea azul!”. Todos ríen, satisfechos y tiernos. A nadie le extraña. Al fin y al cabo, una cosa es ir a ver Barbie con toda la furia del merchandising encima y otra muy distinta la vida real. La mañana de Navidad, me escribe una amiga y me cuenta que le ha regalado a su hijo de siete años un libro de la colección de Anna Kadabra, esa bruja divertida y aventurera cuya tipografía estalla en la cubierta en un fucsia chillón. Mi amiga está consternada porque su hijo, un niño sensible, inteligente y educado en la igualdad, al rasgar el papel de regalo le ha puesto cara de “este libro es para niñas”. Me dice mi amiga: “Ha puesto esa cara. La cara que ponen todos”. Imposible no saber a qué se refiere.

Hasta el siglo XIX no llegó al viejo continente la Gran Renuncia Masculina: la estricta división de las faldas para mujeres y los pantalones para hombres. En el Antiguo Régimen, los hombres eran los depositarios del poder y lo demostraban a través del lujo y la ostentación en el vestir: tacones, pelucas, bordados, faldas, encajes, joyas. Con la Revolución Francesa, el estatus pasó a ser algo que provenía del trabajo serio, el comercio, la banca, la industria, la política o la ley, y el hombre abandonó para siempre la floritura y el maquillaje para vestirse con ese recto uniforme que aún no se ha quitado. El control legal de la ropa femenina, y por tanto también de la masculina, viene de la antigüedad clásica y dibuja la oficialidad de las formas sociales tan nítidamente como las fronteras. No hay más que ver la poca variedad cromática en las fotos de cualquier cumbre de jefes de Estado. Esa hilera de trajes de chaqueta, apenas salpicada por algún vestido de un color decente, sin estampados, seguirá siendo el termómetro de lo igualitario de nuestra sociedad. “No vestirá la mujer traje de hombre, ni el hombre vestirá ropa de mujer; porque abominación es a Jehová tu Dios cualquiera que esto hace”. Deuteronomio, sí. Perteneciente a la saga del libro más vendido de la historia de la humanidad.

“He notado cierto pesimismo, una queja creo que desproporcionada. Las cosas están cambiando, y para bien. Pero vosotras…”. Estas palabras me las dijo un amable señor al terminar una charla que di la semana pasada, junto a una periodista especializada en feminismo y una actriz y cantante activista LGTBI. Yo le puse “esa otra cara”, la de alzar las cejas. Me han llamado la atención tantas veces con lo mismo. Imagino que lo que quieren decir es ya está, ya habéis conseguido lo suficiente, callaos. No hace falta que sigáis visibilizando y concienciando sobre el sexismo, el machismo y la profunda desigualdad que aún delimita nuestra construcción social, económica y afectiva. No veis que todo ha cambiado. Ya hay algunos niños que se dejan el pelo muy largo, niñas a las que sus madres no agujerean las orejas al nacer, cocinitas de juguetes para todos —al fin y al cabo la mayoría de los chefs famosos son hombres—, una niña que juega al fútbol en el recreo con sus compañeros y un niño al que le gusta disfrazarse de princesa y sus padres le permiten ir así al colegio.

Son avances, sí. Nada desdeñables. Pero la eterna foto de la cumbre de los jefes de Estado con su hilera de trajes de chaqueta azul marino me advierte, a gritos, de que podemos jugar con los coches solo hasta cierto punto y de que el sexismo, aunque “su expresión verbal ya no esté tan aceptada”, como bien dice la Nobel Annie Ernaux, sigue “estructurando el mundo”, hasta las firmas de las columnas de opinión.

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