¡Qué equivocada estaba! Qué mal hice trabajando en lo que me salía: dando de comer a ancianos, limpiando baños, haciendo camas, cocinando, congelándome mientras cortaba a pedazos animales muertos. Fui una idiota al dar tanta importancia al dinero, y el dinero, claro, no lo es todo. Tendría que haberme dedicado al autocuidado, al ocio y las relaciones sociales. Las facturas, los pañales, la comida o los libros de textos se habrían pagado solos.
Parece ser que la generación Z ha despertado al mundo y ha decidido que no hay que trabajar tanto, que los que les hemos precedido, incluidos sus padres y sus abuelos, fuimos unos pringados al dejarnos la piel en agotadoras jornadas laborales. ¿Para qué? ¿Para recibir un salario de mierda que solo ha servido para que a ellos no les haya faltado nunca de nada? ¿Para que incluso los más precarizados, las madres solas, hiciéramos todo lo posible para que ellos tuvieran infancias buenas sin carencias materiales, infancias seguras con la nevera llena y la ropa nueva? Al movimiento que desprecia el trabajo y el esfuerzo lo llaman quiet ambition y lo pintan como un cambio de valores provocado por una toma de conciencia. No sé qué alcance real tendrá —porque para muchas personas esta opción es ciencia ficción— pero, aunque sean pocos, resulta insultante que nos digan que nuestros sacrificios fueron en vano, que lo que tendríamos que haber hecho es tumbarnos a perder el tiempo.
Y los boomers que se abstuvieron de todo lujo y ahorraron pacientemente para comprarse un piso, por pequeño que fuera, también hicieron mal pensando en el bienestar de sus descendientes. Porque para que tú puedas elegir no trabajar tiene que haber otro que lo haga y, si no estás dispuesto a limpiar baños porque no es una tarea que te haga sentir realizado, es que te parece bien que sean otros los que se ocupen del asunto. No creo que haya ejemplo de egocentrismo más narcisista que el de quienes son capaces de despreciar de un modo tan insultante el esfuerzo de sus mayores. Creerán que están aquí por generación espontánea y que ellos, a diferencia de los tontos y demás idiotas que nos dejamos esclavizar, merecen ganarse la vida como marqueses. ¿Cómo van a saber que son clase trabajadora y que todos y cada uno de los derechos que tienen se ganaron con sudor, lucha, sangre y cadáveres? ¿Cómo van a sentirse reflejados en esa memoria si su espejo son influencers ecopijas que les enseñan mindfulness y ricos que les hablan de estoicismo?
La pregunta que no se hacen estos jóvenes que tan bien se cuidan es quién se lo puede permitir. ¿Quién se puede permitir no trabajar? Pues como toda la vida: el que no trabaja es porque tiene a otros trabajando para él o por él. Aunque la moda sea llamativa, la realidad sigue siendo la misma: la mayoría no podemos escoger. O trabajamos o no comemos ni comen nuestros hijos. Tal vez este sea el extremo máximo al que ha llegado el individualismo y la falta de conciencia social: que la clase trabajadora renuncie a la única fuerza que tiene en vez de luchar por mejorar sus condiciones laborales.
Fuente EL PAIS