En el principio fue el poder. Y con él, toda la bajeza que desata: el miedo, la envidia, la codicia, la inquina, la mentira. Todo valía contra la familia Borja, la saga que asumió la tiara papal al final de la Edad Media, conocida también por su apellido en italiano: los Borgia. Los valencianos Calixto III y Alejandro VI dominaban Roma, capital del mundo. Ellos y sus hijos —de César a Joan, de Lucrecia a Jofré— eran vistos como intrusos, spagnoli arribistas en un mundo cerrado con llave. No la de San Pedro, sino las llaves que abrían los palacios más suntuosos de Italia. Así debe entenderse por qué la maquinaria de la propaganda y la difamación de las familias italianas más poderosas se activó con saña contra ellos, los Borja. Y también contra ellas, las mujeres Borja. La leyenda negra tiñó su reputación. Victor Hugo y Donizetti devastaron a Lucrecia Borja con un drama teatral y una ópera que denigró su figura en el imaginario popular. Adúltera, incestuosa, envenenadora, femme fatale, mujer sin escrúpulos, madre desalmada, corrupta moral, adicta a la depravación sexual. ¿Hay algo malo que no se haya dicho sobre Lucrecia? Todo lo bueno, en cambio, faltaba por ser dicho. También sobre las otras mujeres del linaje Borja. Hasta ahora.
En un intento por reparar la memoria de unas mujeres maltratadas por la Historia, la investigadora de la Universitat de València Verònica Zaragoza acaba de publicar Les dones Borja. Històries de poder i protagonisme ocult (Editorial 3i4), un original ensayo —aún no traducido al castellano— que reconstruye las biografías de estas mujeres con una tesis novedosa: “Las mujeres Borja tuvieron un papel activo como pequeñas nobles, duquesas regentes, responsables administradoras, promotoras de sus hijos, benefactoras de instituciones religiosas, generosas mecenas de las artes, monjas eruditas, inteligentes abadesas y fundadoras de monasterios”, sintetiza la autora.
Su recorrido empieza con Isabel de Borja. La llamaban la “bisbessa”: la obispa, por la autoridad y la influencia que ejercía en el palacio episcopal de Valencia. Allí vivía junto a su hermano, el obispo y futuro papa Calixto III. Allí crio a su hijo Rodrigo, el futuro cardenal y papa Alejandro VI. Isabel, viuda y pequeña noble de Xàtiva, representa el inicio de la ascensión fulgurante de la familia Borja.
Le sigue su hija Tecla de Borja, una de las mujeres más eruditas de su tiempo. Así lo demuestra la relación intelectual que mantuvo con el gran poeta valenciano Ausiàs March, de la que han pervivido dos poemas cruzados entre ambos en los que brillan la inteligencia y la sensibilidad artística de Tecla.
De Vannozza Cattanei queda una triple imagen: mujer del papa Alejandro VI, madre de César y de Lucrecia Borja. Se olvida, en cambio, su capacidad emprendedora y su sagaz visión económica. Vanozza explotó el negocio de los hospedajes en Roma en medio del boom de las peregrinaciones a la Ciudad Eterna. Ella fue la pujante impulsora del Airbnb de la época. Con ello, como demuestra el ensayo de la profesora Zaragoza, Vanozza amasó una fortuna que invertiría, como mecenas, en arte y en instituciones religiosas.
Así se llega a Lucrecia Borja, el centro de la leyenda negra, la más difamada de toda la familia. Por mujer y por Borja. La novelista Isabel Barceló Chico se ha ocupado de ella en el libro Lucrecia Borgia. Bajo una nueva luz (Editorial Sargantana). A lo largo de casi 500 páginas traza un apasionante panorama general sobre sus 39 años de vida, y no únicamente sobre esos cuatro años que dan pie a la leyenda negra que explotó Mario Puzo en Los Borgia y que ha llegado hasta videojuegos actuales como Assassin’s Creed.
Uno de los aspectos más desconocidos e interesantes de Lucrecia que subraya el libro de Barceló Chico es su destacada personalidad política. “Desde muy joven desempeñó altas responsabilidades de gobierno: fue señora de Nepi y de Sermoneta, regente de una provincia pontificia, gobernadora del Vaticano y, por último, duquesa reinante de Ferrara, Módena y Reggio durante los últimos 14 años de su vida, que incluyeron dos guerras devastadoras en sus territorios. El ejercicio de esas responsabilidades le valió el reconocimiento unánime de sus súbditos, de sus parientes y de todas las cortes europeas”, detalla la escritora.
Ella ha analizado las 727 cartas escritas por Lucrecia que se conservan en diversos archivos y colecciones del mundo. Muchas eran inéditas o difícilmente accesibles hasta ahora. También ha estudiado los inventarios de sus bienes y joyas, que ayudan a entender cómo era la vida cotidiana de una mujer fuerte a quien sus coetáneos describían como muy afectuosa y dulce, tranquila, humanísima, sabia y de “mucha gracia y alegría al hablar”.
Hay otro aspecto que el ensayo biográfico pone de relieve. Lucrecia, como la gran princesa renacentista que fue, brilló en múltiples facetas: una educación exquisita, habilidades diplomáticas, protección a la Iglesia y mecenazgo artístico y literario en una corte irrepetible. “Era tal su fama entre los humanistas que Erasmo de Róterdam viajó expresamente a Ferrara para conocerla”, explica Barceló Chico.
Frente a la creencia extendida de que Lucrecia sirvió como un mero instrumento en manos de los Borja, un peón al servicio de los intereses de su padre, Barceló Chico sostiene todo lo contrario: “Lucrecia fue uno de los instrumentos más potentes que utilizaron los enemigos del papa para atacarlo a él y a toda su estirpe. Para ello, no dudaron en recurrir a la difamación más brutal. Tras cuatro años de matrimonio fallido, el primer marido de Lucrecia, despechado por la voluntad del papa de anular esa unión, insinuó que a Alejandro VI lo movía un interés incestuoso por su hija”. Entonces, la bola de nieve rodó y se ennegreció.
Víctimas del patriarcado
El viaje de Verònica Zaragoza por las mujeres Borja continúa con otra de las personalidades más poderosas y menos conocidas del linaje: María Enríquez de Luna. Era la esposa de Joan de Borja —hijo de Alejandro VI y Vannozza— y, al enviudar prematuramente, ejerció como mujer política. Fue la duquesa regente del ducado de Gandía, la mayor posesión que la familia Borja administró en el Reino de Valencia. Desde ese puesto de poder, Enríquez ejerció como gran mecenas y destacada intelectual. De hecho, quiso acabar su vida entre la clausura del convento de Santa Clara de Gandía como reputada latinista.
Entre su legado quedan dos figuras que Verònica Zaragoza también rescata en su obra. La primera es su hija, Isabel de Borja y Enríquez, una erudita y, al mismo tiempo, una mujer de acción que llegó a abadesa de Santa Clara. Allí fijó la tradición de leer la Biblia y escribir obras devotas y epístolas. También pilotó el proceso de fundación de nuevos monasterios que las clarisas de Gandía llevaron a cabo por tierras de Castilla. Entre ellos, el de las Descalzas Reales, en el corazón de Madrid.
La otra figura es Luisa de Borja y Aragón, sobrina de Isabel de Borja, y hermana de sangre de san Francisco de Borja. A ella —una noble aristócrata interesada por el arte y las letras, y protectora de los jesuitas en Aragón— la llamaban la “santa duquesa”. Luisa sobresalió por la dirección política de sus dominios en ausencia de su marido, el destacado militar Martín de Gurrea y Aragón.
Tras haber analizado a estas olvidadas y maltratadas mujeres, Verònica Zaragoza pide que se abandone ya no solo la falsa leyenda negra, sino también la tradicional “mirada pasiva” que constriñe a las mujeres Borja en su papel de madres, esposas o hermanas de hombres poderosos. No fue así. Ellas, afirma la autora, ejercieron el poder en planos distintos —del político al empresarial, del religioso al artístico— y engrandecieron el legado cultural, político y patrimonial de los Borja. Su difamación no fue nada personal; eran solo negocios. Y una mirada patriarcal.
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