Cuando tenía 10 años, me dieron un premio en el cole al terminar el curso. Un diploma, una banda y un regalo certificaban que había destacado como estudiante de quinto. Sentí casi tanta vergüenza como orgullo. Mi recuerdo más nítido es el fogonazo de alegría cuando descubrí el regalo: un ejemplar de Celia en la revolución que todavía me acompaña. Yo era fan acérrima de la niña imaginada por Elena Fortún, cuyos libros ocupaban un lugar especial en la estantería de mi tía Pura. Pero ese no aparecía en el índice de la colección. ¡Qué descubrimiento tan emocionante! Al leer el prólogo supe que Elena Fortún lo había escrito en el exilio y que había permanecido décadas inédito y perdido. Aquel relato de los horrores de la Guerra Civil contado a través de los ojos republicanos de una Celia jovenzuela me dejó marcada. Hoy reconozco en sus páginas y en mi abuela Maruja, cinéfila contagiosa y la mejor contadora de historias del mundo, las miguitas de pan que me hicieron emprender el camino donde terminé convertida en historiadora.
Celia, como Ana de las Tejas Verdes, o Jo y sus hermanas, de Mujercitas, fueron heroínas para mí. Niñas intrépidas de imaginación desbordante que querían escribir cuando fueran mayores. Que soñaban ser millones de cosas. Que creían que podían llegar a serlas. Como Marie Curie, cuya biografía novelada devoré junto a mi hermana mayor. Juntas jugábamos a mil cosas. También a ser ella, mezclando mil líquidos e imaginando que íbamos a ganar un Nobel. A mí también me gustaba imaginar que podía ser como mi hermana, que me parecía la persona más valiente, más lista y más divertida del mundo. ¡Hasta le puse su nombre a mi muñeco favorito! O como mi madre, la persona más generosa y más apasionada, el abrazo más cálido. O mi padre, que lo sabía todo y confiaba en nosotras.
Luego descubrí que el mundo era mucho más complejo y, a menudo, muy hostil. Que soñar no siempre significa conseguir, ni querer, poder. Que la desigualdad es una realidad obstinada que no puede transformar una persona sola y que por eso son necesarias políticas bien diseñadas que trabajen con la misma obstinación por la igualdad de oportunidades. Y redes de apoyo más allá de las familiares. Y referentes, lejanos y cercanos, que sirvan de estímulo y empuje. Un mundo que apueste por la igualdad. Eso es lo que quiero para mi peixiña, que hoy cumple un año, y para todas las demás.
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